COMBO INCESTO

La fauna que suele cohabitar en el bar “CHAPAPOTE” tiene un perfil muy determinado. Se trata de hombres de avanzada edad; fumadores con cierto sobrepeso y tendencias ludópatas; aficionados al dómino, a las cartas, a la petanca, a las tragaperras… Jubilados alcohólicos y forofos del futbol, cascarrabias, racistas, homofóbicos, machistas y cuñados, en sentido más peyorativo.

ANSELMO: Es una vaca mandona. No la soporto.

CLEMENCIO: ¿Una vaca? Pero ¿qué diseh, pisha? Más gorda que tú no será.

ANSELMO: Mi hijo podría haberse agenciado una hembra mejor.

Aquel carcamal preferiría a una nuera más discreta y sumisa; una ama de casa como las que tanto predominaban antaño; una esposa obediente que llevara los cuernos con resignación…

ANSELMO: Mi chico es un calzonazos; un perrito faldero. Me avergüenzo de él.

CLETO: No todo el mundo sabe gobernar a su familia con mano de hierro. ¿No?

ANSELMO: No soy un tirano, pero lo que diga el hombre de la casa va a misa, o debería.

CLETO: Serás un gran mentor para tus nietos, Selmo; un buen ejemplo progresista.

El tercer contertulio de tan retrógrado debate se amorra a su jarra y echa un trago de cerveza sin dejar de sonreír ironicamente. A diferencia de Clemencio, quien acostumbra atenderle detrás de la barra, y de Anselmo, quien habitualmente lleva la voz cantante, Cleto tiene una constitución canija. Ese viejo calvo y mal afeitado usa unos gruesos anteojos de culo de vaso que convierten su mirada en un fenómeno estrafalario difícil de observar.

El sol brilla en lo más alto del cielo cuando ya se acerca la hora de comer en este caluroso martes de mediados de junio.

Anselmo, Clemencio y Cleto permanecen en el interior del local con el propósito de resguardarse del azote del astro rey. Puede que, cuando el reloj señale unas horas menos meridianas, los tres amigos ocupen una de las mesas que hay en la terraza.

CLEMENCIO: Fíjate en esa mossa, Selmo, ¿No es tu nieta?

ANSELMO: Creo que… … Puede que sí.

CLETO: Viene hacia acá. Ahora lo sabremos a ciencia cierta.

Lucía se acerca sobre pasos saltarines, y no tarda en sacar de dudas a los tres ancianos que la observan tras el cristal. Infiltrándose entre los árboles que dan sombra a los peatones, termina accediendo a la puerta del establecimiento.

-Abuelo- pronuncia con su peculiar voz infantil, nada más entrar -Aquí estás-

-¿Es que me andabas buscando, cariño?- pregunta Anselmo, un tanto extrañado.

-Síiìi- responde ella efusivamente -Mamá me ha dicho que te invite a comer mañana-

-¿Rosa?- se entromete Cleto -Ahora mismo estábamos hablando de ella-

Desde un segundo plano, sentado en un taburete giratorio de piel gastada, ese cuatroojos liante se ha permitido la frivolidad de poner en apuros a su amigo más gruñón, llamando la atención de una hermosa muchacha que le mira con cara de interrogante.

Lucía percibe la sorna en el rostro de Clemencio, y tuerce la cabeza para dar fe de su jocosa disconformidad.

LUCÍA: No rajéis de mi madre, ¿eh? Si no fuera por ella, yo no existiría

ANSELMO: En eso tengo que darte la razón, tesoro. Tú eres su obra maestra.

LUCÍA: ¿Qué quieres decir, yayo? ¿Qué soy arte? ¿Tan bien hecha estoy?

ANSELMO: Eres como la Mona Lisa de Miguel Ángelo.

CLETO: La Gioconda es de Leonardo da Vinci, cateto.

ANSELMO: ¿Quién ha mencionado a la Gioconda? Yo hablo de la Mona Lisa.

Cleto se palmea la frente con una de sus manos sin dar crédito a la clamorosa ignorancia de su rollizo intrlocutor.

Anselmo continúa reafirmándose en sus convicciones, ajeno a los aspavientos que esgrime su contrincante dialéctico. Ignorando completamente a quien tan vilmente ha intentado deslucir ese piropo renacentista, le da la espalda enfocando a su nieta con un brillo en los ojos que jamás han visto los nietos varones de ese pollavieja trasnochado.

LUCÍA: Puede que sea muy mona, pero no estoy lisa como la Mona Lisa.

Esa niña pícara se sujeta las tetas con ambas manos, por encima de la ropa, desde abajo, mientras se las sube realzando el relieve mamario de su fina camiseta blanca. En seguida se observa el busto para constatar la certeza de sus chistosos argumentos.

CLEMENCIO: Mona no, mi arma; lo siguiente. Eres la prinssesilla del barrio.

LUCIA: Ay, gracias don Clemencio. Usted sí que sabe cómo tratar a una dama.

CLEMENCIO: A disponer, señorita.

Anselmo frunce el ceño afectado por un recelo imperioso:

“¿Es posible que no lleve sujetador? Se ven demasiado puntiagudas. Podría sacarme un ojo si… Las tiene tan firmes que… … podría ser”


En efecto: Lucía no está plana, pero, como es normal, sus precoces pechos adolescentes no gozan de un gran tamaño aún.

CLEMENCIO: ¿Te sirvo una servessa fresquilla, encanto?

ANSELMO: ¿Qué dices? ¿Qué pregunta es esa? ¿Es que quieres que te dé un sopapo?

LUCÍA: Ala, abuelo. Qué protector. ¿Es que crees que nunca he echado un trago?

ANSELMO: ¿A sí? Veremos que opina de ello tu madre, mañana, en la comida familiar.

LUCÍA: No0OoOoh.

La nena protesta con una cantinela sobreactuada de negación al tiempo que juega con su pelo haciendo pucheros. Sus artimañas manipuladoras no se han sofisticado demasiado a lo largo de los últimos años. No en vano, durante la pubertad, Lucía ya comprobó que los hombres de su entorno se volvían más vulnerables a sus monerías a medida que se hacía mayor.
Ya no es la cría que era, quizás sea por ello que su cautivadora presencia femenina resulta de lo más sugestiva para los señores de cualquier edad, incluso para los de su propia familia.

LUCÍA: Déjame, al menos, darle un sorbo a la tuya, abuuu.

A simple vista, la bebida de Anselmo resulta de lo más apetitosa en este caluroso mediodía. Sobre aquella barra metálica recién limpiada, el vidrio de la jarra se nutre de una elocuente condensación exterior que delata su frescura.

Tras pensarlo un instante, el viejo asiente con condescendencia, desatando la sonrisa agradecida de su querida nieta.

Lucía se acerca y se apodera de aquella vasija cristalina usando las dos manos. Le basta con mojarse los labios con esa doble malta para entender que la suya no ha sido una buena idea.

Los tres pensionistas que la rodean se ríen a raíz de la divertida mueca de disgusto que toma forma en el rostro de la chiquilla.

-Qué malo, yayooh- protesta empujándole -Tú ya sabías que estaba asquerosaa-

-¿Qué? A mí me pirra – se justifica él -A ti también te gustará cuando seas mayor-

-Noooh- insiste ella pegándole una liviana bofetada -Es muy malaah-

-Tú sí que eres mala- replica el anciano clavando sus dedos en las costillas de la chica

-Te lo tienes merecido por ser una diablilla traviesa-

Lucía sigue forcejeando con su abuelo mediante unas agresiones juguetonas que acaban causando un contraataque de cosquillas. La moza se contorsiona entre escandalosas carcajadas protagonizando un espectáculo de confusas connotaciones.

Más allá de la ausencia de sujetador alguno, la brevedad de aquellos shorts tejanos y el violento zarandeo de esa melena castaña convierten tan entrañable pelea en una coreografía improvisada que tensa la libido de todos los ahí presentes.

LUCÍA: Aaay… … Ja, ja, jah… … Déjame, yayoh… … ¿Cómo te atreves?

La atenta mirada de Clemencio, desde el otro lado de la barra, se ha vuelto intensa y seria. Sin perderse detalle de lo que ocurre ante él, ese sofocado camarero con aspecto porcino vierte una gota de sudor que va desde el lateral de su frente hasta su papada colgandera.

-Vale ya- dice Lucía tomando un poco de distancia -Tengo que irme. Me esperan-

-Nooo. No te vayas- le implora Cleto muy cerca de ella.

-Síh… … Hay…- insiste la chica, aún recuperando el aliento -Me voy-

Con sus preciosos ojos azules anegados, y los mofletes ruborizados, se aserena e intenta normalizar su respiración. Tras retroceder un par de pasos, la nena efectúa un giro completo, gracilmente, para volver a enfocar a su ancestro.

LUCÍA: A las dos en casa, ¿vale, yayo?

ANSELMO: Sí. De acuerdo, cariño. Ahí estaré.

LUCÍA: La princesilla del barrio se va.

La nieta de Anselmo ha adoptado barias poses coquetas mientras entonaba esa despedida musicada. Le encanta derramar las babas de aquellos tres matusalenes que prácticamente quintuplican su edad; sentir las miradas lascivas de unos viejos verdes que ansían meterle mano y quitarle la ropa; servirse de unos jeans demasiado cortos para pavonearse delante de su abuelo luciendo sus impolutas piernas esculturales…

LUCÍA: Por la tarde tenemos la función de fin de curso. Yo iré disfrazada de vaca. Jjh.

ANSELMO: ¿De vaca? ¿Co.cómo es eso?

LUCÍA: Es una fábula conceptual; una cosa rara. Estáis todos invitados.

Cleto se encuentra al borde del infarto. Nervioso, se coloca las gafas sin dejar de temblar. Llevaba más de una década sin empalmarse.

La niña abre la puerta del local y sacude la mando a modo de despedida sin dejar de sonreír. Después, sigue caminando bajo la atenta mirada de aquel público entregado, hasta que queda fuera del ángulo de visión de sus añejos espectadores, dejando, tras de sí, un silencio consternado que pronto se torna incómodo.

-¿Cuántos años dices que tiene tu nieta?- murmura Cleto empeorando las cosas.

-¿A qué viene esta pregunta?- le interroga Anselmo volteándose sobre su asiento.

-Al final, la vaca será Lucía, y no tu nuera. Ja, ja, jah. ¿Eh, Selmo?-

-¿Cómo dices?- le responde el aludido, todavía sin desprenderse de su ofuscación.

-Antes de que llegara la niña, estabas calificando a su madre de vaca. ¿no?-

Anselmo borra la acritud de su arrugado rostro para esgrimir una balsámica sonrisa que denota su buen humor.

La oportuna intervención de Clemencio ha conseguido suavizar la tensión que había aflorado entre sus más fieles clientes. Como ocurre con Cleto y con Anselmo, el dueño del “CHAPAPOTE” tampoco ha salido indemne de la candente escena exhibicionista protagonizada por tan adorable muchacha. Tiene pensado asistir a la función de mañana solo para constatar cómo le queda el disfraz bobino a esa cría tan apetitosa.

ANSELMO: Cambia de canal, Clement, que hoy juega la selección.

CLEMENCIO: Es verdad, pisha. Tu nena nos ha distraído.

Ese camarero sureño se afana en apoderarse del mando a distancia para sintonizar la retransmisión del partido indicado.

En cuanto los jugadores de La Roja aparecen en pantalla, ninguno de los integrantes de aquel trío de la tercera edad vuelve a referirse a la perturbadora visita de Lucía, pero en la mente de todos permanece la estela deslumbrante de una secuencia aparentemente cotidiana repleta de tabús.

“No es la primera vez que me fijo en los encantos de mi nieta, pero nada se parece a lo que acaba de ocurrir”


Con la cabeza alta y los ojos fijados en el verde de La Romareda, Anselmo sigue pensando en Lucía; en su luminosa mirada celeste, en su risa desacomplejada, en la suave palidez de su piel lozana…

El viejo es un hombre conservador, recto y estricto, pero, muy en el fondo, sabe que sería capaz de renunciar a todos sus principios morales con tal de poder gozar de los últimos coletazos de su virilidad junto a la niña del calzonazos de su hijo. Vendería el alma al diablo para poder encular a esa mocosa juguetona haciéndola gemir de placer entre lágrimas de dolor.

CLETO: Esa posesión. Todavía no hemos pasado de medio campo.

CLEMENCIO: Ellos han salido fuertes, pero no tardarán en bajar el ritmo.

CLETO: No tienen nuestro nivel. No deberíamos permitírselo.

Ajeno al pobre juego de su equipo, Anselmo se deja seducir por una efímera esperanza incestuosa.

“No. Nono. ¿En qué mundo vivo? Algo así solo podría ocurrir en las calenturientas fantasías de un vejestorio pervertido; en un relato erótico, morboso y surrealista”


Ensimismado y un tanto inocente, se pregunta si esa clase de carnalidad intergeneracional se ha dado en algún sitio; en un ámbito a salvo de culturas salvajes y primitivas; en un tiempo presente y distante de épocas remotas; en un lugar real alejado de la depravación de un escritor vicioso…

Está claro que Anselmo no conoce las vivencias de Rosendo, ni las de Julián, ni las de Hilario; ancianos tan reales como él mismo que, no hace mucho tiempo, vivieron episodios delirantes en compañía de jovencitas imprudentes y demasiado atrevidas.


“¿Quién sabe? La gente está muy loca. Lucía es picarona, pero no es una zorrita. Es demasiado joven aún para saber lo que se hace. Seguro que no se comportaría así si supiera cómo me pone”


No concibe que pueda darse una aventura entre un abuelo y su propia nieta en el seno de una familia convencional como la suya. Ignora lo poderosa que puede ser la seducción de lo prohibido; de un incesto morboso que es capaz de corromper las mentalidades más santurronas, los espíritus más nobles, el más sano de los amores familiares…

En las siguientes doscientas ochenta y una páginas, narro siete historias colmadas de una lujuria parental que hará las delicias de mis lectores más adictos al género.
Padres, hijas; tíos, sobrinas; hermanos, hermanas; madres, hijos…

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