MORDISCOS DE VERGÜENZA
SÁCAME UNA FOTO, PAPÁ
KATIA: ¿Tú te crees?… !Qué rajadas que son!
DANI: Mamá ya no es joven. Sabes que no está en forma.
KATIA: ¿Esa es tu manera elegante de decir que está muy gorda?
DANI: Venga, cariño. No seas cruel. Ya te veré a ti cuando tengas su edad.
KATIA: Con sus genes… Aunque no creo que llegues a vivir tantos años, papá.
DANI: ¿Pero qué tonterías son esas? ¿De verdad andas tan mal de matemáticas?
KATIA: Ya sabes que las suspendo siempre. !Ja, ja, jah! Soy una calamidad numérica.
DANI: Si no me matas a disgustos, llegaré a ese día; cuando cumplas cuarenta y cinco.
KATIA: De todos modos tampoco son tantos escalones. ¿Y qué me dices de Selena?
DANI: Creo que ella se ha quedado por solidaridad. Para no dejar sola a tu madre.
KATIA: !Qué va! Yo creo que se vuelve más perra cada día.
La familia Valverde está haciendo turismo por Augusta. Suelen aprovechar las vacaciones de verano para pasearse por las zonas más bucólicas de la geografía montesa, pero hoy han decidido visitar los antiguos monumentos romanos de esta bella ciudad.
A pesar de la afable conversación que mantiene con Katia, Daniel se siente algo incómodo. Percibe las miradas lujuriosas que suscita su hija mientras andan por cada uno de esos caminos empedrados. No entiende por qué tiene que vestir tan corta.
“Desde luego… ¿Qué daño le harían unos pantalones que cubrieran, al menos… !sus nalgas!… al completo?”
Perdió esa discusión cuando Mariela y las niñas se alinearon en su contra. Los tiempos cambian y las modas también. Es cierto que muchas chicas van así, ahora, pero es distinto cuando se trata de sus propias hijas. Además:
“!Es qué las demás no están tan buenas! No tanto como mis niñas”
KATIA: Por fin hemos llegado… …Ufff… … ¿Qué haces? Déjalo, papá.
DANI: ¿No te das cuenta? Todos se giran para mirarte, pero es que ese…
KATIA: Es lo que tiene ser tan guapa. Yo no hago caso.
DANI: ¿De verdad quieres que ignore a ese gordo?
KATIA: ¿Es qué vas a pegarte con todo aquel que se dé la vuelta y me repase? Porque te espera una batalla… … épica.
DANI: !Me cago en la puta! Yo solo quiero que te respeten. !Que aún eres una niña!
KATIA: !¿Qué hablas?! ¿No te has dado cuenta de que eso ya no es verdad? !Mírame!:
Esa bella adolescente voltea, grácilmente, sobre su eje vertical. Con sus bambas rosas, efectúa un giro entero de brazos abiertos y espalda arqueada. Enreda sus preciosas piernas y levanta la cabeza, ladeada, para zarandear mejor su exuberante melena.
El atrevimiento de ese pequeño top gris no tiene nada que envidiarle a la brevedad de aquellos micro-shorts, y tan precoces tetas se expresan, con descaro, a plena luz del día.
Ese dinámico espectáculo fugaz ha causado un súbito sofoco que incendia las entrañas de Daniel. Una vez más, su integridad se esfuerza en enterrar, a toda prisa, unas ocurrencias incestuosas que luchan por florecer en su pensamiento. Paladas desquiciadas de moralidad sepultan los vergonzosos brotes que, con el verdoso encanto del morbo, pretenden envenenar la rectitud de ese respetable padre de familia.
Mientras se recompone, Daniel se siente protagonista. Esparcida a su alrededor, una docena de turistas compuesta por distintos grupos de diferentes edades y razas les observan en silencio. Sin duda, el elevado tono de la discusión que estaba manteniendo con su hija ha llamado la atención.
KATIA: Mira, papá… … !Desde aquí se ve el mar!
DANI: … … Vaya, sí… Claro… Después de subir tantos escalones…
KATIA: Vamos allá… … !Corre! Al borde de la muralla… … !Vengaaaah!
Daniel siente ridiculizado su tormento patero frente a la jovialidad de los correteos de su hija, su tono despreocupado, su liviana vitalidad juvenil… Una amable brisa marítima le acaricia la calva amorosamente, como queriendo tranquilizarle, y hace más llevadero el calor de esa veraniega mañana de agosto.
Siguiendo los pasos de su pequeña, Dani abandona la amable sombra de los pinos y se aproxima al mirador.
Ni corta ni perezosa, Katia se ha encaramado encima de un pequeño muro de piedra y adopta una postura turbadora. Está sentada, con las piernas asimétricamente estiradas a lo largo de esa antigua construcción románica.
KATIA: !Sácame una foto, papá!
DANI: … Sí… Espera… A ver si me entero de cómo va el móvil nuevo.
KATIA: ¿Te hago un croquis? Ja, ja, jah.
DANI: Cállate, tonta.
La chica tiene buenas dotes interpretativas. Eso incluye una gran soltura a la hora posar, y un encanto presencial que, junto con su atrevida vestimenta y su tremebundo cuerpo virginal, convierten esa estampa en un acontecimiento difícil de asimilar.
No es extraño que se guste tanto, y que le resulte tan fácil ser el centro de atención. Está tan buena que hasta el gay más mujarra y la hetero más cerrada tendrían una crisis de identidad si se cruzaran con ella.
Tras un puñado de fotos, con el mar de fondo, su padre se da cuenta de que Katia no solo le sonríe coquetamente a él mientras va cambiando de posturas. Nada más darse la vuelta, Daniel sorprende a una variada multitud de fotógrafos improvisados que, con cara porcina, apuntan sus lascivos objetivos hacia su hijita; algunos con más disimulo que otros.
Muy cerca de ellos, un par de mujeres enfadadas sacuden a sus respectivas parejas: tipos que encarnan a los mirones de turno.
-!QUÉ DEMONIOS!- protesta Daniel airadamente
-!Circular, malditos babOsos! !!Aquí no hay nada que ver!!-
-Esto es un espacio público- replica un hombre rollizo con pinta de regentar un bar -Podemos pasearnos por donde queramos, señor-
-Eso, eso- añade un desconocido -Estamos en un espacio PúBiCo. Ja, ja, jah-
- Has leído la microprecuela de “Papá me quiere más a mí”.
CLASE DE MATES
PAULA: ¿Qué hora es?
EUGENI: ¿Q.Qué?
PAULA: ¿Que qué hora eeeees?
EUGENI: Las… las diez y cuarenta y cinco.
PAULA: Joder, Eugeni: qué despacio va tu reloj.
Don Jaime mira imperativamente a su revoltosa alumna; congelándola con una muda desaprobación. No hace ni diez minutos que les ha confiscado los móviles, a ella y a Nuria, y la chica ya vuelve a dar muestras de una conducta inapropiada. En cuanto el profesor deja de azotarla con sus severos ojos docentes, Paula desiste de esa inmóvil pose maniatada por la incomodidad, y vuelve a incordiar a su amiga. Aquella niña no es capaz de estarse quieta en clase.
En el asiento de atrás, Eugeni está flipando en colores, pues, bien entrado el mes de mayo, justo es la tercera vez que esa chica le dirige la palabra desde que empezó el curso. Tras prestarle un boli y chivarle una respuesta en pleno examen, acaba de completarse su pobre bagaje con una broma algo desdeñosa.
Se podría decir que ese nene es el bicho raro de su clase. Siempre está callado, no tiene amigos y le da pánico hablar con las chicas, especialmente cuando se trata de Paula. Hace tiempo que le gusta ella, pero ha sido a lo largo del presente año cuando su devoción sobrehormonada ha terminado de desbocarse.
Por si fuera poco, la inminente llegada del verano se anuncia con temperaturas notables, y esa es toda la excusa que necesita la moza para lucir sus más breves indumentarias. Eugeni va loquito:
“!Dios! !Pero que culoOh! Paula no tenía esas nalgas el año pasado.Me estoy poniendo como una moto. Así no hay quien despeje la equis”
Le incomoda que la chica de la que tan enamorado está exhiba sus tremebundas cachas tan despreocupadamente. No le ve razonable que esas infartantes redondeces carnosas se asomen más allá de los límites desquebrajados de sus tejanos; unos shorts que parecen menguar un poco con cada uno de los movimientos de esa nena inquieta. Tan chocante singularidad le ofusca, dañinamente, causándole un dolor coronario que echa más leña al fuego de su encabritada lujuria adolescente.
“Estoy completamente palote. Como don Jaime me haga salir a la pizarra ahora… Voy a ser el hazmerreír”
No es el único que le mira el culo a Paula. Los ojos de alumnos y profesores suelen buscar la mínima ocasión para vislumbrar, con más o menos disimulo, las reveladoras nalgas de esa niña tan traviesa y descarada. Aun así, durante la clase es Eugeni quien tiene la mejor butaca para esa espeluznante función. A su lado, la gorda de Berta resulta inmune a esos deslumbrantes destellos anales:
BERTA: Tío, no me sale… … … ¿Y tú? ¿Es que tampoco sabes hacerlo?
EUGENI: Sí… … pero paso.
BERTA: Pues explícamelo. Con una incógnita me apaño, pero esta maldita “Y”…
Al chico le cuesta desatender a la llamativa fisonomía trasera de Paula, pero termina por explicarle la solución de tan evidente procedimiento matemático a su fea compañera de pupitre. Cuando acaba de ilustrarla, su polla ya ha desfallecido.
“Mierda. Ahora la tengo mal colocada. Me he pillado los pelos con la piel del capullo. Tendré que meter la mano por dentro para… A no ser que…”
La solución salta a la vista. Todavía le quedan algunos minutos de clase para volver a empalmarse. Estando Paula tan cerca, ese es el más sencillo de los procesos biológicos.
Con el codo sobre la mesa, Eugeni sostiene su cabeza con la mano para encubrir, parcialmente, sus lascivas miradas. No tarda ni un minuto en volver a sentir la firmeza de su dura virilidad.
Al tiempo que don Jaime atiende las dudas de Pablo, justo en el otro extremo del aula, el resto de alumnos van terminando esas farragosas ecuaciones tan inútiles en la vida real. Eugeni no se rebaja a resolver tan sencillos ejercicios. Tiene algo mucho más importante entre manos.
Ahora mismo está yendo un poco más lejos; demasiado. Esa renovada erección ha colocado su miembro en una pose peculiar y algo comprometida. La textura tejana de su pantalón no es demasiado maleable, y ejerce cierta presión sobre el crecimiento de ese falo enrojecido.
Eugeni aprieta los muslos entre sí reiteradamente, con sutileza pero con fuerza. Sus huevos se aplastan y una serie de presiones se gestionan, caóticamente, debajo de su vientre. Alienado, no deja de mirar el culo de su amada mientras aquellos discretos gestos masturbatorios van adquiriendo más notoriedad.
“Joder, Paula !Qué buena estás! Es que no me lo creo. Con esa cinturita y con ese culazo tan redondo. Y además curvando la espalda así para ponerlo en pompa. Es como si supieras que te lo estoy mirando. !JoOh! Estoy a punto de correrme sin siquiera tocarme”
El chico está asustado. No había previsto la posibilidad de derramar sus íntimos flujos alvinos en esa tesitura escolar, pero la obscena deriva que ha emprendido parece no tener fin, y su sistema reproductor hace rato que se está conjurando para disparar sus licuadas semillas.
BERTA: ¿Estás bien, Eugeni? Te has puesto rojo.
EUGENI: Sí, sí, sísí… … N.no t.te preocupepepes.
BERTA: ¿Me ayudas con la última ecuación?
EUGENI: NO.
Berta se sorprende por tan tajante respuesta. Levanta sus tupidas cejas y vuelve a intentarlo por sí misma. Eugeni clava sus pupilas cautivas en esas inquietas nalgas otra vez. Debería de poner freno al pringoso desenlace que se avecina, pero ya es tarde. El embrujo carnal de su musa amputa el poco raciocinio que le queda y somete su voluntad, convirtiendo su inminente eyaculación en algo inevitable. El chico se agarra muy fuerte a su mesa y entra en ebullición. De repente, Paula se da la vuelta y:
-Eugeni, ¿me ayudas con la última ecuación? Es que es más difícil- susurra sonriente.
-Oh.oO0h… MmnnNgghh… A.Ahg- mientras se desencaja y su mirada se torna bizca.
- Has leído la microprecuela de “Cuerpo de bomberos”.
TAQUICARDIA PRECOZ
LEO: ¿Por qué te acuerdas de eso ahora?
RAÚL: No zé. De ezo ze trata. Ez lo que te digo.
LEO: Algún motivo habrá.
RAÚL: No, no lo hay. Eza ez zu grandeza.
Leo frunce el ceño, pensativo. Le parece extraño que su amigo se acuerde de un instante tan poco trascendente de su niñez.
El sutil sonido de sus pasos, a cuatro pies, adquiere un fugaz protagonismo. Es como si el tráfico quisiera respetar el silencio de esa pausa meditativa mientras los chicos vuelven del instituto.
LEO: Ya ves. ¿Y te viene a la mente sin ningún motivo? ¿Sin nada que te lo recuerde?
RAÚL: Exacto. Eztoy mirando la tele o haciendo deberez y de pronto…
LEO: ¿Y qué hacían las hormigas? ¿Se lo comían?
RAÚL: Ni ziquiera me acuerdo de ezo. Zolo tengo el flash de cómo lez daba miz migajaz.
LEO: O sea: estás haciendo cualquier cosa y, de pronto, te viene a la mente un solo instante de cuando ibas a la guardería y, en el recreo, te dedicabas a dar pedacitos de tu madalena a las hormigas. ¿Es eso?
RAÚL: Zí. Yo penzaba que ezo le pasaba a todo el mundo. Recuercoz abzurdoz, remotoz y aleatorioz que noz zobrevienen zin motivo alguno, en cualquier momento.
LEO: No, tío. Eso solo te pasa a ti… … No sé… … A mí, por lo menos…
RAÚL: Puede que tengaz razón. Zeré yo que zoy un bicho raro… … Hey, me abro aquí.
LEO: Vale, tronco. Nos vemos mañana.
Sus trayectorias se bifurcan al llegar a la enésima esquina de la calle Celados. Tras despedirse, Raúl se aleja de su compañero de clase para ir a comer con su familia.
Ya bastante cerca de su casa, Leo cruza la calle para alinearse con su portal. Sigue pensando en lo que acaba de contarle ese rollizo zanahorio de metro y medio que encarna a su único amigo.
“Yo no revivo instantes insubstanciales de mi pasado. Solo guardo lo importante en mi disco duro mental. ¿O no?”
El niño se enajena para evocar la memoria de su breve biografía en busca de nimios recuerdos olvidados, pero solo le regresan sus momentos más relevantes:
“Mi reciente primer orgasmo, el primer día en el instituto, la vez que papá me partió la cara, cuando me atropelló un coche, mi fiesta de cumpleaños a la que no asistió nadie…”
Completamente en babia, entra en su portal y choca con su hermana, quien se disponía a salir del edificio. Molesta, Ainhoa le empuja para abrirse paso.
-Quita, mocoso- le susurra mientras lo arrolla para seguir su camino.
“Me cagwen…”
Leo quisiera acelerar su crecimiento para dejar de ser un tirillas que apenas iguala la estatura de su enemiga fraterna.
La soberbia de esa adolescente presumida tensa el relajado talante de Leo hasta convertirlo en un saco de nervios.
“!Odio a mi hermana! ¿Mocoso? !¿MOCOSOOH?! ¿Cuánto hacía que no me llamaba así?”
De repente, sus postergados esfuerzos para encontrar recuerdos perdidos alumbran una espinosa escena muy lejana. Plantado frente a la puerta del ascensor, sin tan siquiera pulsar el botón para solicitarlo, Leo intenta perfilar su difusa memoria para concretar los detalles de ese remoto episodio:
“Ese día fuimos al cine; Ainhoa, el primo Josele y yo. “Brave” se estrenó en… … 2012. Yo tenía… … ocho, siete… … seis años”
El pulso del chico se intensifica a medida que la sombra del olvido empieza a desvanecerse, sacando a relucir una traumática angustia coronaria ya prescrita.
“Había un desfile o una manifestación, Josele miraba por unas rejas y… Ainhoa se agachó para asomarse por un agujero de la pared. Yo me quedé detrás, muy cerca”
Leo revive, con todo realismo, la taquicárdica ansiedad que sintió ese día, mientras le miraba el culo a su hermana. Sin ninguna duda, fue esa la primera inquietud sexual de su vida.
“Pensé que me estaba dando un ataque. ¿Cómo iba a saber yo que…? Recuerdo que se me puso bien dura pero… En ese momento, no supe relacionar conceptos”
El desconcierto del niño se eterniza mientras asume que la musa de su primera erección, a tan tierna edad, fue su propia hermana. Se siente sucio, depravado, vicioso…
“!Vamos! No voy a hacer un drama de esto. No sabía lo que hacía. En esa época ni siquiera la odiaba. No tenía la menor idea de la zorra en que acabaría convirtiéndose”
A pesar de lo razonables que son sus pensamientos, el morboso hechizo del incesto ya empieza a hacer mella en él.
-Pero ¿qué haces?- pregunta Ainhoa en su regreso.
-Estoy… … estoy pensando- contesta su desubicado hermano.
-¿Y no puedes pensar en el ascensor? Ya sé que eres muy tonto, pero, si te esfuerzas…-
Ainhoa solo había bajado para comprar un par de barras de pan, en la fleca de la esquina, por mandato de su madre. Tras pulsar ese botón luminoso, la chica mira a Leo con cierta repulsa incrédula, pues no le apetecía compartir su ascenso mecánico con semejante merluzo.
LEO: ¿Por qué me has llamado mocoso, antes?
AINHOA: ¿Qué pasa? ¿No te gusta? Pues ahora voy a llamarte así siempre.
LEO: … … … … ¿Ya me odiabas cuando tenía seis años?
AINHOA: Te odio desde el día en que naciste, mocoso.
- Has leído la microprecuela de “Odio a mi hermana”.
ODONTOFOBIA
-¿Señorita Binoche?-
-!Soy yo!-
-Ven, pequeña, acompáñame-
–Emmm… … Vale-
-Vamos. Es por aquí-
-Sí, sí. Ya voy-
Nicole mira a su padre con ojos de cordero degollado. Sentado a su lado, Basile asiente solemnemente. Aquel gesto termina de certificar el cruel destino de una niña vestida, aún, con un uniforme escolar de cuadros escoceses. Sin escapatoria, y mediante pasos titubeantes, esa atormentada paciente abandona la sala de espera y se encamina por un pasillo estrecho, tras una auxiliar odontóloga que ahora ejerce de guía.
-Es aquí- le indica mientras le cede el paso -Ponte cómoda. El doctor no tardará-
-De acuerdo… … hhh… … esperaré- dice Nicole entre hondas respiraciones y suspiros.
-¿Estás bien? ¿Te pasa algo?- pregunta con preocupación aquella rolliza mujer.
-No. Sí… … Digo que… … estoy bien… … hhh… … Solo un poco nerviosa-
-No tengas miedo. Tú siéntate y no toques nada. Pronto te atenderemos-
La señora, uniformada con tonos turquesa, esgrime una sonrisa antes de ajustar la puerta y abandonar a esa nena asustada. Postrada en ese sillón articulado, Nicole percibe tan tecnológica poltrona como un ingenio más letal que una vetusta silla eléctrica.
“No pasa nada, no pasa nada. Voy a quedarme aquí, tranquila; mirando este cuadro tan relajante”
El arte impresionista que cuelga de la pared de ese pequeño quirófano no está elegida al azar, pues su función es la de combatir los nervios de los usuarios más aprensivos. Nicole no resulta ajena a los efectos balsámicos de esa talentosa ilustración que refleja realidades de siglos pasados, no obstante, sus nervios siguen estando a flor de piel.
Se trata de una cría muy peculiar, pues, a su tierna edad, sufre cierto grado de psicopatía que la inhibe de cualquier temor que no ataña a sus dientes o a una incipiente claustrofobia. Suele tener dificultades para identificar situaciones peligrosas, y su timidez para con los extraños es prácticamente nula. Eso, junto con una inteligencia inédita y un particular sentido del humor, convierten su compañía en toda una aventura.
Empieza a tomar consciencia de su poder de persuasión; una habilidad íntimamente relacionada con su femenino encanto infantil; un hechizo, con desconcertantes tintes perversos, que incomoda a todo aquel varón que le presuponga la inocencia inherente a los primeros años de la pubertad.
Superada la etapa de los lloriqueos, ha logrado poner en apuros a varios desconocidos, a algún que otro compañero de clase e incluso a más de un profesor. Sin embargo, su estricto padre permanece inmune a su brujería cautivadora.
ADRIÁN: Ya estoy contigo, pequeña. ¿Cómo andamos?
NICOLE: Bien, bien… … Estoy lista.
El odontólogo en cuestión rondará los cincuenta años, como mucho, aunque sus abundantes canas no le hacen ningún favor a la hora de parecer más joven. Bata blanca, gafas sin montura, actitud decidida… Tiene un talante firme y una buena presencia que inspira confianza. Serviría para protagonizar un anuncio de la clínica dental en la que se encuentran.
ADRIÁN: Me ha dicho Emma que estás como un flan, ¿no?
NICOLE: Tengo… … odon-to-fobia.
ADRIÁN: ¿No eres muy joven para conocer esta palabra?
NICOLE: Es que no es algo que me venga de nuevo. Llevo años soportando este pesar.
ADRIÁN: No será nada, ya verás. Solo es una revisión rutinaria.
NICOLE: Altoaltoalto… … Un momento… … No quiero que use esto… … Por favor.
ADRIÁN: ¿Esto? Es una de mis herramientas de trabajo.
Nicole ladea su cabeza, con los ojos muy abiertos, para mostrarse intransigente con su negación. No quiere ninguna aguja metálica dentro de su boca.
NICOLE: Usted lo ha dicho. Solo es una revisión rutinaria. No. Tampoco quiero guantes.
ADRIÁN: Tengo que hacer mi trabajo. ¿Qué pasa con los guantes?
NICOLE: Me dan grima. Usted lleva las manos limpias, ¿no? Pues ya está. Porfiii… Empiece así. Écheme un vistazo a ver que ve y luego… … negociamos.
Parece que ese doctor no goza de la inmunidad que protege a Basile, pues las súplicas de su pequeña paciente no han caído en saco roto. Ese tono de voz, esos morritos, esos ojos llorosos…
-¿Negociamos? Eres una niña muy pícara, ¿eh?- bromea mientras se saca los guantes.
-No lo sabe usted bien. Soy muy mala y traviesa-
El guiño de Nicole descoloca por completo a don Adrián. Esa fugaz mueca que ha arrugado su menuda nariz sugiere una complicidad completamente descontextualizada.
El dentista cobra pudor. De repente, el hecho de no usar sus guantes de látex le resulta censurable, aun así, opta por cumplir el tácito acuerdo al que ha llegado con su jovencísima paciente.
-El espejo sí que lo necesito, ¿eh?- dice asomándose a esa húmeda cavidad bocal.
-Eno- consigue pronunciar, a duras penas, ya con sus labios invadidos.
Adrián consigue dar un buen vistazo, pero, en cuanto aparta su herramienta reflectora, sufre un inesperado mordisco juguetón.
ADRIÁN: Eh… … ¿Qué haces? ¿Es que no has desayunado?
NICOLE: No. Ja, ja, jah… … ¿No le he dicho que soy caníbal?
ADRIÁN: Compórtate, ¿estamos?
La impostada seriedad del especialista se ve empañada por un morbo creciente que se acentúa cuando, ya de nuevo en plena faena, la lengua de Nicole abandona su recatado ostracismo para interactuar con los dedos de un doctor cada vez más perplejo.
“¿Qué le pasa a esta niña? En serio…”
Consternado, escucha cómo la voz interior de sus bajos instintos empieza a susurrarle sugerentes despropósitos al oído; sembrando la duda en la férrea moral que siempre ha regido la conducta de este padre de familia felizmente casado.
No se trata de un efecto menor, pues esos furtivos lametazos están invocando a una vergonzosa erección que amenaza su integridad profesional; así como a una sexualidad normativa permanentemente alejada de los prohibitivos encantos infantiles.
Adrián toma distancia y, tras una breve reflexión congelada, agita su cabeza para intentar sacudirse todas las malas ideas que esa pequeña colegiala le está inoculando.
NICOLE: ¿Qué le ocurre, doctor?
ADRIÁN: A ver… … emmm… … Nicole, ¿no?
NICOLE: Aha. ¿Cómo se llama usted?
ADRIÁN: Soy Adrián. Escucha: voy a ponerme los guantes y voy a usar las herramientas.
NICOLE: Nooou. Pensaba que teníamos un acuerdo.
ADRIÁN: No, no lo tenemos; pero no te preocupes, iré con cuidado.
NICOLE: Ya le he dicho que tengo odontofobia. No puede hacerme esto.
ADRIÁN: ¿Quieres que lo hable con tus padres?
NICOLE: No, n0no, no; por Dios.
ADRIÁN: Entonces tranquilízate y pórtate bien.
NICOLE: Ya le he dicho antes que soy muy mala. Nunca me porto bien.
ADRIÁN: Pues hoy tendrás que hacer un pequeño esfuerzo, ¿vale?
NICOLE: Nooh… … No puedo. Solo entrar aquí ya se me ponen los pelos de punta.
ADRIÁN: Eso no… … Eso no es…
NICOLE: Mire mi brazo, ¿lo ve? Mire mis piernas.
La niña ha franqueado la falda cuadriculada de su rojizo uniforme escolar para dar fe de la piel de gallina que recubre sus nutridos muslos en reposo. No obstante, los sobrecogidos ojos claros del especialista no perciben la más mínima peculiaridad más allá de la deslumbrante desinhibición de su joven paciente.
ADRIÁN: Pero… … A ver:… … es que… … ¿A qué pelos te refieres?
NICOLE: Es una manera de hablar. Ya sé que no tengo pelos.
ADRIÁN: Emm… … Bájate la falda, anda.
Pese a haber pronunciado dicha directriz, es él quien, con sumo cuidado de no tocar la suave piel de su paciente, rebaja esa prenda para restituir el decoro de la escena.
NICOLE: Mi padre me ha contado un chiste de dentistas, antes.
ADRIÁN: A ver.
NICOLE: Un paciente le agarra los huevos a su dentista, en plena intervención, y…
ADRIÁN: “-No nos haremos daño, ¿verdad, doctor?-“
NICOLE: !Ya se lo sabía!
ADRIÁN: En esta profesión nos conocemos todos los chistes sobre nosotros.
NICOLE: Este es el trato.
ADRIÁN: ¿Qué trato?
NICOLE: Si quiere meterme ese pincho en la boca, le agarraré los huevos.
ADRIÁN: Eso no va a pasar, pequeña.
NICOLE: Cómo quiera, pero tiene que saber que soy muy rencorosa. Si me hace daño voy a decirle a mi padre que usted se ha empalmado mientras me tocaba la boca sin guantes.
El odontólogo palidece sin dar respuesta a esa alusión. Tras inhalar una buena bocanada de ansiedad, ojea su entrepierna para vislumbrar un notorio bulto que deforma la tela gris de sus pantalones; una protuberancia que debería haber permanecido en el anonimato. Asustado, intenta justificarse:
-Est no… … pa.parece que… … p.pero no…- pronuncia con repentino tartamudeo.
-No se ponga nervioso- contesta ella sonriente -Sé que ya no soy tan pequeña-
-Voy a te.tener mucho cuidado-
Con pies de plomo, y todavía sin guantes, Adrián se esmera en ejercer unos servicios mínimos que cumplan con su cometido. No quiere motivar molestias dolorosas que puedan destapar polémicas referentes a su bochornosa inquietud fálica.
Afortunadamente, la boquita de esa niña es el vivo reflejo de la salud bucodental. Incisivos, molares, premolares, caninos… Todas esas impolutas piezas blancas están perfectamente alineadas sin rastro alguno de caries. Sus encías no muestran ningún síntoma preocupante, así como su paladar, su lengua…
De pronto, un firme apretón testicular distrae la atención del especialista, amedrentando el ímpetu de su agudo explorador de acero. Adrián no conoce un protocolo de conducta que le guíe para enfrentarse a tan disparatada situación. Atrapado entre contradictorios impulsos que desafían a su cordura, sigue con sus manos en la boca de Nicole mientras termina de examinarla.
“!Está cumpliendo con su profecía! !Dios! !Qué dolor tan sublime! La sigo teniendo muy dura”
La fina tela de esos pantalones, junto con la poca resistencia que ofrecen unos holgados boxers de algodón, le permite a Nicole percibir el elocuente tacto escrotal de su dentista al tiempo que este intenta actuar con normalidad.
Esa osada nena cachonda nunca había atravesado la frontera del contacto físico en sus travesuras alocadas de seducción. Se siente atrevida y ganadora por haber sido capaz de tomar el poder que reside en ese sensible binomio cojonero.
-0Oh… … cuidado, Nicole- suplica Adrián con su voz quebrada.
-No nos haremos daño, ¿verdad doctor?- susurra con un burlón tono amenazante.
-N.n0, no… … No… Ya está… … Ya est. estamos- afirma desatendiendo su boca.
Pese a la conclusión del examen odontológico, los doloridos huevos del doctor siguen basculando, jubilosamente, cobijados por los inquietos dedos de la niña. Ambas miradas se funden en una sola, destilando un mudo vínculo lujurioso que desborda los márgenes más elementales de la moralidad.
Sin siquiera llamar a la puerta, la auxiliar de Ardían entra en el quirófano y, aún sin percatarse de nada de lo que ocurre, empieza a hablar con toda naturalidad.
-Perdone, doctor. Al padre de la niña le ha salido un imprevisto. ¿Le falta mucho?-
-N.nono, no… … noh. Ya estamos. Está perfecta. To.t0do en orden- dice con disimulo.
-Bien. Entonces será mejor que me acompañes, pequeña. Tenéis que iros ya-
-¿Lo ve, doctor?- dice Nicole -Le dije que no nos haríamos daño- insiste guiñándole el ojo a modo de despedida mientras abandona el sillón articulado.
- Has leído la microprecuela de “Pequeña Nicole”.
SOL, MAR Y ARENA
CLARA: Así… … Así. Ahora estás protegido, ¿lo ves?
BLAS: Me has dado una armadura blanca.
CLARA: Espera, no te muevas. El cuello es importante.
Las manos viscosas de Clara han embadurnado el enjuto cuerpo de su hijo sin olvidar una sola porción de esa pálida piel infantil. A su lado, el padre de Blas reclama un trato igualitario:
CAMILO: Conmigo no te has entretenido tanto, cariño.
CLARA: Eres mayorcito, ¿no? Ya te he dado crema antes, en la espalda.
CAMILO: No estoy hecho para la playa. Esto es demasiado.
CLARA: Te dije que te trajeras la sombrilla. ¿Por qué nunca me haces caso?
CAMILO: La he buscado; te lo juro. No sé dónde andará.
A pesar de ser un mocoso inquieto, Blas se muestra muy dócil en manos de Clara. Como la música que amansa a las fieras, los dedos de esa joven madre templan el entusiasmo de su hijo, quien parece haber perdido las ganas de hacer castillos de arena.
CLARA: ¿Tú qué? ¿No querías hacer tu fortaleza infernal?
CAMILO: Eso, Blas. Haz una torre que de una buena sombra para tu papá.
El niño sonríe sin decir nada. Ya tiene edad para entender las bromas de su padre; aunque, de buenas a primeras, su irracional optimismo le empuja a creerse capaz de levantar una edificación arenosa como no la ha visto en su corta vida.
CAMILO: Nos iremos pronto, ¿eh? Si tardamos mucho, acabaré derritiéndome.
CLARA: ¿Pero qué dices? Con lo que nos ha costado llegar hasta aquí.
CAMILO: !Ya te digo! Tanto, que nadie más lo ha conseguido.
Camilo no se equivoca. El acceso a esa playa paradisiaca es tan laborioso que, hoy, los Lázaro son los únicos que han logrado llegar a ella. Arena blanca, aguas cristalinas, veraniego cielo azul… Una escenografía digna de un anuncio de una agencia de viajes.
Tumbado bocarriba, con una camiseta cubriendo sus ojos, el hombre de la familia empieza a sentirse amodorrado. El calor veraniego de la presente mañana ha hecho mella en él, y, junto con la pesada digestión de un desayuno excesivo, le ha abocado a un letargo que pronto anulará su consciencia.
CLARA: Creo que me voy a desnudar.
CAMILO: Pero… ¿qué dices, cariño? Ya no… … Ya no estamos en nuestra luna de miel.
CLARA: ¿Y qué? No volveré a tener otra ocasión de bañarme despelotada en el mar.
CAMILO: Noh… … nn… … mmmh.
Inmune a la desautorización entumecida de su marido, Clara ojea el perímetro para cerciorarse de que nadie pueda verla, ni siquiera en la lejanía. Acto seguido, echa mano a los cordones que anudan la parte superior de su oscuro bikini, a su espalda, y procede a liberar sus grandes tetas.
CLARA: ¿Quieres quitarte el bañador, Blas? ¿Como cuando eras pequeño?
BLAS: Pero es que ya no soy pequeño… … Soy mediano.
CLARA: Ya. Pero no tienes que tener vergüenza. Aquí no hay nadie más.
Todavía de espaldas a su madre, el niño se lo piensa y termina por aceptar el reto. Tras ponerse de pie, se desenfunda su colorido bañador slip para quedarse completamente en cueros.
Nada más darse la vuelta, se siente extraño al vislumbrar el reluciente nudismo de Clara, quien está frotándose los pechos para aplicarse una conveniente protección solar.
Sentada sobre sus propios pies estirados, con las rodillas juntas hincadas sobre la toalla, esa voluptuosa mujer rebosa feminidad por cada uno de los poros de su suave piel. Su larga melena negra, sus opulentas glándulas mamarias, su sugerente postura curvilínea, su liviana gesticulación…
CLARA: ¿Qué te pasa, cariño? ¿Estás bien?
La parálisis boquiabierta del niño hace un llamamiento a ciertas vicisitudes de confusa moralidad que habían permanecido dormidas bajo un manto de supuesta inmunidad erótica.
La escena adquiere tintes todavía más indecentes a raíz de la urgente mirada que Blas le dedica a su padre, quien ya ha empezado a roncar, tenuemente, ajeno al sobresalto de su hijo.
Clara no consigue atar cabos, ni siquiera cuando el crío vuelve a mirarla con la consternación pintada en su rostro inocente. El pasmo más absoluto se adueña de ella en cuanto se percata de la repentina erección que inquieta el menudo pene de Blas.
“Pero… … ¿cómo…? No puede ser. Todavía es demasiado pequeño. !Esto es inaudito!”
-¿Qué haces?- pregunta el nene mientras se toca el pito sin ánimo de lúbrico.
-Solo me pongo crema solar, cariño- responde ella -No quiero quemarme los pechos-
Ante la lógica de esa serena respuesta materna, el niño inspira profundamente sin abandonar su asombro petrificado. Todavía no ha adquirido la facultad del disimulo, y está lejos de comprender los motivos que justificarían dicha conducta.
CLARA: ¿Quieres que te ponga un poco en el culete?
Incapaz de mediar palabra alguna, Blas asiente discretamente, y, tras unos instantes dubitativos, se acerca a su madre.
Las manos de Clara cumplen su anunciado cometido, pero pronto se dedican a esparcir la loción solar más allá de los límites de las minúsculas y pálidas nalgas del crío.
-¿Qué le pasa a tu pichulina?- le pregunta sinuosamente mientras se la embadurna.
-No lo sé- responde el pequeño con un tono amedrentado y casi inaudible.
-Se te ha puesto muy dura- afirma estrujándosela levemente -¿Te duele?-
Blas niega con la cabeza, lentamente, al tiempo que observa como Clara juega con aquellos viscosos huevetes pelados.
Sin dejar de mirarle con ojos de madre en ningún momento, esa mujer desequilibrada juega con la inocencia de su hijo, curvando los límites de su integridad en pro de una perversa diversión incestuosa que no mide las consecuencias que podrían llegar a tener tan indecentes tocamientos genitales.
“¿Qué me pasa? ¿De verdad me estoy poniendo cachonda? !No, no puede ser! Esto es solo una broma, un juego sin malicia”
Un poco asustada por la amenazante sombra morbosa que empieza a nublar su mente, Clara corrige sus maniobras digitales para que deriven en carantoñas mucho más acordes a un trato maternal que nunca tendría que haber perdido el norte.
Blas se siente reconfortado notando las afectuosas manos de su madre en su pecho, en su espalda, en sus mejillas… pero esas caricias se nutren, ahora, de unas novedosas ansias impacientes que escapan a la comprensión del pequeño.
En un gesto que sorprende a ambos, las manos del niño adquieren vida propia, y se afanan en sopesar esos enormes atributos mamarios, dando relieve a un instante que pronto se convertirá en la semilla de una precoz y obscena obsesión.
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