LA ÚLTIMA BRUJA

MEDEA

-Reino de NAFLES  1348-

 Dicen que la han visto andar entre la maleza, solemnemente, a plena luz del día, envuelta en una impoluta seda roja; que las ramas y las plantas se apartaban para cederle el paso, y que los lobos la rondaban con actitud sumisa.

 Dicen que su mística belleza destilaba maldad, y que su figura voluptuosa era inhumana; que sus cabellos se ondeaban como si tuvieran vida propia, tal y como lo harían largas serpientes de pelo castaño.

 Corre el rumor de que es capaz de hechizar a cualquier hombre que la vea, y que su voz grave puede doblegar la voluntad de toda mujer que oiga sus conjuros, concediéndole obediencia absoluta.

 Después de aparecer ella, se produjeron las primeras muertes, y, a los pocos días, los cadáveres ya se contaban por docenas. Hijos, madres, hermanos, abuelas… Todos ellos se amontonan en fosas comunes, conservados por el frío de un invierno tan crudo como ninguno de los que recuerdan los más ancianos.

LA  PESTE  NEGRA


-lunes 22 noviembre-


 Desde su más tierna infancia, Marco ha sufrido el azote del rechazo y de la incomprensión ajena en sus propias carnes. Se trata de un mozalbete deforme y mudo que ha aprendido a vivir en el anonimato, escondiéndose de los lugareños, y evitando que nadie repare jamás en su presencia. Le encanta subirse a los árboles, trepar muros y, en contadas ocasiones, colarse en sitios a los que no ha sido invitado.

Su madre, Ofelia, es la única cara amable que habita en su vida. Esa compasión bondadosa se remonta más allá de los primeros recuerdos de un niño que llegó a este mundo despiadado tras un parto complicado, de la mano de Frida, la matrona.

ISOLDA: ¿Frida, la matrona?

PABLO: Sí. Ya no la verás nunca más.

ISOLDA: Pero ¿por qué?

PABLO: Era una servidora del Diablo. Él le había dado sus poderes.

 Los hijos de los vecinos conversan sin sospechar que Marco les escucha encaramado en la copa del roble más cercano a su casa; una choza de madera con el tejado cubierto de paja. Ella tiene trece años, y sus rizos rubios siempre han llamado la atención del hijo amorfo de Ofelia. Él, en plena adolescencia, insiste en emular la actitud de su padre, y finge ser invulnerable a los sucesos letales que, demasiado a menudo, proliferan a su alrededor.

-Pero ¿quién lo dice?- pregunta Isolda incapaz de comprenderlo -¿Quién la acusó?-

-Un cazador de brujas que viaja de pueblo en pueblo para desenmascararlas-

 Frida era una mujer mayor de aspecto un tanto aberrante. Solía ayudar, clandestinamente, a las mozas que querían abortar. Tenía conocimientos medicinales, y había logrado curar a algunos enfermos cuyos destinos parecían, irremediablemente, abocados a una muerte prematura.

PABLO: Ni te lo imaginas. Olía a cerdo asado; y cómo chillaba, la pobre.

ISOLDA: ¿Bastó la palabra de un extranjero para condenarla? Era una buena mujer.

PABLO: Se enfadó con Arturo y maldijo a su familia. Ya sabes lo que ocurrió después.

ISOLDA: Pero los hijos y la mujer murieron por la peste, no por la maldición de Frida.

PABLO: ¿Y qué es la peste sino una herramienta del Demonio para castigarnos?

ISOLDA: Ya, pero…

PABLO: No te preocupes, pequeña. No queman en la hoguera a niñas como tú.

ISOLDA: ¿Cómo lo sabes?

PABLO: Padre me lo ha contado. Frida no ha sido la primera y tampoco será la última.

ISOLDA: ¿Quién fue la anterior? Y… … ¿Quién será la próxima?

 Pese a la distancia que le separa de ellos, Marco no pierde el hilo de aquella discreta charla fraterna. Quizás no pueda hablar, pero su oído es el más agudo del valle.

“No puedo creer que quemen a las mujeres. Como si la peste no fuera un mal suficiente”

 Permanece inmóvil; atento. No en vano, ese pequeño curioso ansía el contacto humano más que nada en este mundo. Es hijo único, huérfano de padre, y jamás ha tenido un amigo. Arde en deseos de conocer gente, aunque sea desde la lejanía; saber cosas que no tengan que ver con el cultivo de las tierras colindantes a su apartada vivienda, o con los pocos animales que tiene a su cargo.

PABLO: El forastero estuvo en Mendos. Ahí quemaron a media docena de brujas. De pronto, la peste dejo de llevarse a los vecinos.

ISOLDA: No me lo creo. ¿De verdad? ¿Piensas que pasará lo mismo aquí?

PABLO: Estoy seguro. Quizás sea la manera de terminar con tantas muertes.

 Los latidos de Marco se aceleran en cuanto empieza a nevar. Intuye que esos copos incipientes provocarán que los hijos del carnicero eleven su mirada, pero opta por permanecer inmóvil, pues cualquier crujido inoportuno, derivado de sus movimientos, podría delatar su discreta ubicación.

 Isolda mira hacia aquel cielo blanco y enladrillado, fugazmente, pero las palabras de su hermano capta su atención de inmediato.

PABLO: No puedes decírselo a nadie, pero padre dice que ahora van a por Ofelia.

 El corazón de Marco da un salto al escuchar el nombre de su madre en un contexto tan funesto. No entiende nada:

“¿MAMÁ? !Pero si es la mujer más buena del mundo!”

ISOLDA: !N0! ¿Ofelia? ¿Por qué?

PABLO: El cazador ha sabido que tiene un hijo deforme. Dice que es ese el resultado de copular con el diablo.

ISOLDA: Pero… … Eso ocurrió hace años; mucho antes de esta enfermedad.

PABLO: ¿Acaso crees que las brujas no existían antes de la peste negra? Si de verdad creen que el niño es un retoño de Satanás, puede que comparta las mismas llamas que su madre.

 Un ruido cercano asusta al uno y a la otra. Algo se ha movido entre la espesura de los matorrales, pero, por más que miran, no consiguen distinguir a nada ni a nadie.

 Marco se ayuda con las manos cuando quiere correr deprisa. Talmente como si fuera un animal de cuatro patas, regresa a su casa con toda la premura que le permite su achacosa condición. Si no fuera por los harapos que le visten, cualquiera que lo viera, a lo lejos, podría confundirlo con una bestia más del bosque.

“NO. Esto no puede estar pasando. Tengo que avisar a mamá. Tenemos que irnos lejos; muy lejos”

 Cuando ese tullido menudo llega a su humilde morada, la encuentra vacía, silenciosa y más fría que nunca. Ni siquiera las cabras y las gallinas permanecen en el corral.

“NO. Ella no está. Se la han llevado. Seguro que ha sido el cazador extranjero”

LA  BATIDA


-martes 23 noviembre-


 El reino de Nafles está sumido en el pánico más absoluto. Los mortíferos efectos de la pandemia han traspasado los muros de la fortaleza y ya causan estragos en la burguesía, e incluso en algunos miembros de la nobleza.

 Los rumores sobre la Bruja Roja han corrido como la pólvora, y han llegado a oídos del rey Jaime. El monarca ha tomado cartas en el asunto movilizando un destacamento de la Guardia Real. Sus soldados tienen la orden de llevar a cabo una batida en el Bosque del Olvido para encontrar a esa enviada del Maligno; una expedición que cuenta con los campesinos que laburan en las tierras próximas al castillo. Todo aquel varón que todavía se tenga en pie está llamado a cumplir con su deber de buen súbdito, brindándole obediencia a la corona a través de sus emisarios armados.

 Las guadañas y las hoces se han sumado a las espadas y a las lanzas para hacer frente a una esquiva amenaza poco terrenal. Sin embargo, pese a la voluntariosa actitud de los hombres, esa interminable búsqueda silvestre está resultando infructífera, y la impaciente noche de finales de noviembre se afana en tomar el relieve de un día gris que ha dejado caer algunas gotas.

-Deberíamos dejarlo por hoy- sugiere Alfonso, discretamente.

-Haremos lo que digan los guardias- responde Pelayo entre susurros.

 Ambos son conocedores de la mano dura que emplean los soldados a la hora de asegurarse la sumisión del populacho agrario que habita en el exterior de las murallas.

 A lo lejos, escuchan cómo el máximo representante de la Guardia Real contradice la tímida sugerencia del carnicero:

-!Encended las antorchas y mantened los ojos muy abiertos!-

-!No nos iremos hasta terminar de peinar el bosque!- añade el segundo al mando.

 La organización del evento tendría que haber sido más diligente para aprovechar al máximo la luz diurna. No obstante, la escasa preparación de esa turba indisciplinada ha provocado un notable retraso en el programa, y, tras el ocaso, el cuadrante oeste del bosque todavía no ha sido revisado.

 Siguiendo las directrices de los guardias, los pueblerinos avanzan lentamente, guardando una formación lineal que no deja más de cuatro metros entre cada uno de ellos. Únicamente un tercio de los integrantes de ese cordón humano cuentan con una tea, pero su luz resulta suficiente para  alumbrar la búsqueda en una noche cada vez más oscura.

ALFONSO: Qué bien nos vendría la luna llena de la semana pasada.

PELAYO: Agradece que la Bruja Roja no nos envíe una tormenta.

ALFONSO: ¿Es que esa ramera puede manejar el clima a su antojo?

 El viejo no tiene respuestas para ese interrogante preocupado, y se encoge de hombros para dar fe de su inopia.

 A su lado, el padre de Isolda y de Pablo tiene miedo de las represalias que pueda tomar aquella nigromántica efímera que solo ha sido vista una vez por un vecino; un cazador que cayó en las fauces de la peste poco después de narrar su avistamiento.

ALFONSO: ¿Y si deliraba? Lutero ya estaba enfermo cuando habló de la bruja.

PELAYO: ¿Tú le escuchaste?

ALFONSO: No. Me lo explicó mi mujer. Creo que a ella se lo contó Beatriz.

 Los dos amigos consensúan una mirada incrédula que pone en tela de juicio los motivos que les han llevado a explorar esa húmeda espesura forestal con el corazón en un puño. En cuanto sus peores temores empiezan a aligerarse, un tercer interlocutor interviene en la conversación, dejando a un lado su mudo papel de oyente. Se trata de un joven vecino de pelo largo:

GUILLERMO: Frida confesó antes de arder en la fogata. Habló de la Bruja del Bosque.

PELAYO: Esa pobre mujer hubiera dicho cualquier cosa para que cesaran las torturas.

ALFONSO: Yo participé en la captura. Yo armé la hoguera. Yo la encendí…

 Un silencio reflexivo se instaura a lomos de los abruptos pasos de ese puñado de hombres que siguen avanzando en formación por unos espacios cada vez más angostos e inaccesibles.

 Sobre sus cabezas, las copas de los árboles parecen conformar un alto techo opaco capaz de mantener una noche perpetua incluso en los días más soleados del verano.

-Escuchad- les ordena Guillermo deteniendo su paso, con cara de susto.

-¿Qué pasa?- pregunta el anciano -No oigo nada-

-Ya no suenan los grillos- afirma un Alfonso perspicaz.

-!Exacto!- responde el joven melenudo -¿Cómo es posible?-

 De pronto, oyen los lejanos aullidos de los lobos. Los exploradores se miran entre sí con pavor.

-!No me seáis nenazas!- exige el soldado más próximo -!Las bestias temen el fuego!-

-!Sigamos avanzando en formación!- insiste el capitán -Los de mi derecha: !VAMOS!-

-!Ya falta poco!- proclama la voz de un líder todavía más lejano.

 Si bien no llevan la armadura que les protege en batalla, los mandos de la Guardia Real conservan su yelmo como un distintivo que reafirma su autoridad sobre los campesinos que les acompañan en esta ardua búsqueda.

 Alfonso está cada vez más asustado: el canto de los lobos, el enigmático silencio de los grillos, un frío cada vez más gélido, la atenta mirada incriminatoria de algún que otro búho…

“No debí participar en el apresamiento de Frida ni en el de Ofelia. En el mejor de los casos, serían inocentes. En el peor: la Bruja del Bosque acabará conmigo de la manera más horrible. Si es tan poderosa como dicen…”

-!Guardia!- exclama un aldeano -!He visto moverse a un árbol!-

-!No digas tonterías, gañán!- responde el soldado con desdén.

-!Juan ha desaparecido!-  grita una voz distante -!Estaba aquí hace un momento!-

EL  RITUAL


-miércoles 24 noviembre-


 Marco nunca le había dado demasiada credibilidad a las supersticiones que tan a menudo son tomadas en cuenta por la plebe más ignorante del reino. Pese a ser mudo, sabe cuan traicionera puede llegar a ser la palabra, y únicamente cree en lo que ven sus ojos.

 No obstante, su presente situación es tan desesperada que el niño está decidido a agarrarse a un clavo ardiendo forjado de fe.

“No sobreviviré en el bosque, yo solo. Allá donde vaya, seré blanco de pedradas, víctima de escarnio público y de palizas; eso si no me convierto en pasto para las llamas”

 Oculto en las sombras de la noche, Marco ha logrado acceder al campanario de la iglesia. Si bien no es rápido cuando corre, la inédita fuerza de sus manos le convierte en un buen escalador.

 Pese a que, técnicamente, ya ha rebasado el umbral de un nuevo día, no confiaba en poder cruzar las murallas sin oposición, pero, para su sorpresa, no ha encontrado ni a un soldado de la Guardia Real en su furtivo camino hacia el templo.

“¿Dónde estarán? Si fuera más listo, quizás podría averiguar el paradero de mamá, y aprovechar esta falta de vigilancia”

 Afiliado al sigilo más absoluto, y prácticamente a ciegas por tan severa oscuridad, Marco llega a la planta baja. Una vez que ya transita entre las bancadas y las columnas, le resulta fácil orientarse gracias a los cirios de oración que permanecen encendidos durante el reposo nocturno.

 Ese mozalbete miedoso se siente como un pez fuera del agua. No suele pisar otro suelo que la tierra del campo, y no recuerda haber estado en un espacio cerrado de tamaña amplitud. Tanto es así, que sufre de cierto vértigo cuando mira hacia arriba para vislumbrar el techo más alto que nunca han visto sus ojos.

“Me había colado en el edificio, al atardecer, pero jamás pensé que el sitio en el que se practica la misa fuera tan enorme y majestuoso”

 Cuando por fin logra sobreponerse su asombro, Marco se apodera de cinco velas encendidas, y regresa ascendiendo por las escaleras que le han llevado a esa enorme planta de cruz latina.

 Los motivos que acompañan al hijo de Ofelia tienen que ver con una ceremonia que presenció, a escondidas, hará cosa de un año. Eran tiempos más sencillos en los que la prosperidad copaba las esperanzas de los ciudadanos de Nafles.

 Por aquellos entonces, un grupo de adolescentes traviesas, capitaneadas por la hija del predicador, solían reunirse en secreto en una pequeña estancia en desuso del edificio para flirtear con el esoterismo y con ideas del todo prohibidas.

 La güija, el tarot, rituales con espejos, candelas y crucifijos, sacrificios animales, pequeños derramamientos de sangre de las participantes, invocaciones demoníacas…

“Tenían un libro escondido por aquí. Tengo que encontrarlo”

 Marco busca debajo de una cómoda despintada y con termitas. Tiene que sortear telarañas a mansalva, y espantar alguna que otra cucaracha, pero termina hallando el tomo en cuestión.

“Imagino que, con los tiempos que corren, a las mozas se les habrán quitado las ganas de jugar a ser brujas”

 Ese engendro intruso no se equivoca, pues Jezabel y sus amigas llevan meses sin pisar aquel cuartucho.

 Como es habitual en las castas más bajas de la sociedad, el crío no sabe leer, pero recuerda bien la noche en cuestión.

“No sabría reproducir los símbolos de memoria, aun así, los identificaré en cuanto los vea”

 A la luz de las velas, Marco se afana en pasar las páginas para encontrar una estrella de cinco puntas apresada en un círculo con signos extraños que nada tienen que ver con el alfabeto latino.

“AQUÍ. Es esta. La he encontrado. Ahora tengo que dibujarla en el suelo”

 La visita del niño a la iglesia no pretende acercarlo a Dios, ni mucho menos. A raíz del maltrato que ha sufrido siempre de la mano de los que se vanaglorian de ser buenos cristianos y, sobre todo, del encarcelamiento y de la inminente condena incendiaria de su madre, a Marco no le ha costado elegir bando.

“Tengo que contactar con la Bruja del Bosque sea como sea”

 La era de la desinformación queda muy lejos, y ni siquiera se divisa en el incierto horizonte del futuro más lejano. En el siglo XIV todavía no ha llegado la imprenta al continente, por lo que las palabras escritas de un libro implican el arduo trabajo de personas cultas, y, en consecuencia, gozan de mucha credibilidad.

“Las chicas quizás no se lo tomasen demasiado en serio, pero sus risas frívolas no les quitan autenticidad a estos textos tan antiguos”

 Marco eleva la mirada para encontrar el escondite que le dio cobijo, el año pasado, cuando se ocultó en aquel techo destartalado para espiar a esas brujas aficionadas.

 Tras hallar unas tizas en el cajón del único mueble de la salita, el chaval empieza a trazar las primeras líneas de una estrella colmada de misteriosas connotaciones oscuras. No está seguro de nada de lo que hace, pero la exasperación  que lleva consigo le insta a tomar medidas desesperadas.

 A los pocos minutos de emplearse en esa figura geométrica, Marco ya ha trazado sus puntiagudos cantos, y se dispone a envolverlos con una amplia circunferencia que los toque a todos.

 Al levantar la vista, encuentra un espejo que, a ras del suelo, se apoya en la pared para devolverle un reflejo insultante; una estampa terrorífica que, a la luz de las velas, le hace parecer todavía más monstruoso: bultos en su cabeza despoblada, ojos desiguales, orejas porcinas, nariz aplastada, boca torcida, papada colgandera…

“¿Cómo puede mamá querer a semejante esperpento? Tiene que tener un corazón enorme”

 Su cuerpo no mejora de cuello para abajo, pues numerosas desproporciones le privan de la simetría innata de la que disfruta el resto de los habitantes del pueblo: tiene el brazo zurdo más largo, y mayor musculatura en el diestro; carga una aparatosa joroba, y su columna tiene la forma de ese; es paticorto y padece severas deficiencias de crecimiento…

 Por si fuera poco, el chico ha desarrollado una macrofalosomía preocupante que convierte su miembro viril en un fenómeno sobrenatural. No es disparatada la idea de que ese ser esmirriado cuente con el rabo más imponente del reino.

“Madre es una gran mujer, pero hacer niños no es lo suyo”

 Marco está en lo cierto, pues después de aquel desatino, Ofelia no logró volver a quedarse en cinta jamás. Ya se había dado por vencida cuando Álvaro, su marido, desapareció del mapa sin dejar rastro.

“Creo que ya está. Ahora solo me falta colocar una vela en cada una de las puntas de la estrella, y verter mi sangre en el centro”

 No puede dejar de tiritar. Puede que sus temblores se deban solo a las bajas temperaturas de la presente madrugada, pero no es descabellado pensar que la estresante situación del pequeño haya hecho mella en su salud, debilitando sus defensas.

 Con serios reparos, Marco usa el hierro que le sirve de hebilla para su cinturón de cordel de esparto para hacerse una pequeña herida en el meñique de su mano diestra. Acto seguido, se apresura en derramar unas gotas rojas en el núcleo de la figura, tal y como lo hizo Jezabel aquella vez.

 Una repentina corriente de aire hace temblar las tenues llamas de los cirios, al unísono, sin llegar a apagar ninguna. Todas ellas siguen ardiendo ya situadas de forma equidistante.

“No puedo pronunciar esas plegarias, pero rezaré muy intensamente. A fin de cuentas: si la bruja me oye, no lo hará con sus orejas”

 El crío hace memoria. No tarda en recordar las palabras que repetían, a coro, las jóvenes amigas de la hija del reverendo mientras se cogían de las manos alrededor de las velas.

“Bruja del Bosque, escucha mi voz interior: por ti reniego de la falsa gracia del Señor. Concédeme el privilegio de saber tu nombre, y jamás volveré a servir a ningún hombre”

 Marco no identifica los matices feministas de ese ruego. Ahora mismo, no piensa que, excepto en contadas ocasiones, las brujas siempre han sido un colectivo de mujeres perseguidas, cazadas, condenadas y ejecutadas por agentes masculinos.

 Con los ojos cerrados, repite aquel mantra rimado una y otra vez, incansablemente, gritando en silencio:

“Bruja del Bosque, escucha mi voz interior: por ti reniego de la falsa gracia del Señor. Concédeme el privilegio de saber tu nombre, y jamás volveré a servir a ningún hombre”

 El vaho de su aliento se hace visible con cada exhalación, delatando las bajas temperaturas de esta fría noche que ya empieza a clarear por el horizonte montañoso de levante.

 De pronto, el niño escucha un sugestivo susurro femenino:

MEDEAAAAAAAAAAAAA

LA  HOGUERA


-jueves 25 noviembre-


 Cuando las llamas empiezan a arder bajo sus pies, a Ofelia ya no le queda ninguna esperanza de seguir con vida. Se aferra a la idea de que pronto todo habrá terminado, y de que podrá descansar en paz, lejos del dolor de las torturas, del odio que abunda a su alrededor, de los dedos que la señalan…

 El juicio que precedió a su condena fue poco más que una pantomima repleta de mentiras incongruentes, de absurdas conjeturas, y de testimonios falsos.

 Esa mujer de triste expresión, esbelta figura y largo pelo castaño no comprende la locura que ha infectado a quienes fueran sus amigos, vecinos y conocidos para convertirlos en monstruos despiadados que no atienden a razón alguna.

 No obstante, a estas horas de la noche, su mayor tormento gira en torno a la preocupación que le suscita el desamparo de su hijo. No en vano, siempre se ha sentido responsable de no haber parido un niño bien formado, y nunca ha dejado de culparse por las penurias que han azotado la penosa existencia de su pequeño.

“¿Qué será de Marco? ¿Quién cuidará de él?”

 Sabe que los mismos que la están insultando, ahora mismo, rodeando la hoguera que pronto la convertirá en cenizas, no dudarían en quemar a su hijo en un evento similar al presente.

RODRIGO: Vamos, Froilán. ¿Por qué no termina de encenderse? ¿Te echo una mano?

FROILÁN: Paciencia. La madera está un poco húmeda, pero el fuego ya ha prendido.

BLANCA: !Ásate, mala pécora! Arde en nombre de todas las muertes que has causado.

 Ofelia mira a su vecina, en silencio, con los ojos llorosos. Está convencida de que la peor pandemia no es la que mata, sino la que, a través del miedo y la superstición, ha robado la cordura y la compasión de esa buena gente.

 Tras la solemne y fría mirada de don Nicolás de Lancré, ese extranjero misterioso ataviado con una capa negra al que se le atribuye un inédito instinto para detectar a las brujas, una trentena de aldeanos acompañan a la madre de Marco en sus últimos momentos, injuriándola sin parar. Hombres, mujeres, ancianos, niños… Hay quien incluso se permiten lanzarle algunas piedras cargadas de resentimiento.

 La supuesta bruja lleva varios días sin comer y sin dormir; privada de descanso alguno. Está exhausta y ni siquiera tiene fuerzas para intentar liberarse de las cuerdas de cáñamo que con tanta fuerza la atan a ese leño vertical.

 Está rendida y un tanto enajenada, pero un candente dolor que crece desde abajo la despierta sobresaltándola súbitamente, y pone todo su cuerpo en tensión. Ofelia no tarda en dar voz a su desesperada agonía, y empieza a gritar sobreponiendo sus lamentos al rumor que, en torno a ella, sigue abucheándola sin ningún miramiento.

LA  PESADILLA


-viernes 26 noviembre-


 Marco anda por el Bosque del Olvido rodeado de interrogantes. No sabe de dónde viene ni a dónde se dirige, pero ha optado por seguir el rastro de un fulgor lejano que se oculta tras los árboles. Siempre le ha dado pavor la oscuridad, e intenta dejar las tinieblas que le rodean para poder ver, por lo menos, el suelo que pisa.

 No recuerda haber emprendido aquella expedición nocturna, aunque intuye el propósito de su búsqueda:

“Medea. Si pudiera gritar tu nombre…”

 El niño teme que, ahora que se encuentra en los dominios de la Bruja del Bosque, el hecho de ser mudo le impida dar con ella, o incluso comunicarse con la única entidad que puede ayudarle.

 Aún no conoce el trágico destino que terminó con su madre, sometiéndola a una insoportable agonía calcinante, y conserva la esperanza de que Medea pueda obrar el milagro y liberarla.

“Ojalá la luz me guíe hasta tu guarida”

 Se siente extrañamente ligero. Carece de cansancio, de hambre, de frío…

 De pronto, una hoja suspendida en el aire llama su atención. Cae con una lentitud del todo irreal. Tanto es así que Marco sujeta ese pequeño apéndice silvestre para comprobar que es verdaderamente un elemento auténtico.

 Ya muy cerca de aquella claridad conformada por una larga hilera de piras, el crío distingue a las primeras figuras humanas. Se trata de unos hombres prácticamente estáticos, cuyos movimientos apenas son perceptibles. Algunos sostienen antorchas, pero el luminoso plasma que arde en ellas también goza de un mudo sosiego de ficticia apariencia.

“¿Qué ocurre? ¿Qué le pasa a esta gente? ¿O quizás sea yo el que les visita desde el otro mundo?”

 Entre los numerosos integrantes de ese cordón comunitario, Marco encuentra algunas caras conocidas: el panadero, el herrero, el carnicero… todos ellos parecen incapaces de advertir la presencia del hijo de Ofelia, incluso cuando este se planta frente a ellos.

 El niño tiene miedo, pero otra emoción prepondera en su mente turbándole sobremanera. Está conmocionado por la flemática realidad que le rodea, y no logra salir de su asombro.

 Todo se torna más espeluznante cuando, de entre las sombras, emerge una fémina ensangrentada.

 A diferencia de los hombres que moran en el Bosque del Olvido, esa escalofriante criatura se mueve con una presteza inconstante, combinando secuencias en las que el ojo de Marco apenas logra seguirla con otras en las que aquella rara joven desnuda parece sincronizarse con el plano existencial del chico.

“NADIE PUEDE VERLA. Solo yo percibo su presencia”

 El chaval entra en pánico en cuanto descubre el origen de la sangre que viste a la intrusa, empapándola de pies a cabeza. Esta vez, no es seda roja lo que envuelve la voluptuosidad de la bruja, sino la sangre humana que emana de sus víctimas.

 Aquel ente sobrenatural dispone de unas largas y afiladas uñas que cortan los cuellos de los soldados y de los campesinos con movimientos fugaces parecidos al blandir de una espada. Asimismo, sus dientes parecen crecer saliendo de una boca que se abre exageradamente, poniendo en duda la condición terrenal de un cuerpo que no deja de contorsionarse mediante articulaciones imposibles.

 Ninguno de quienes habitan en la realidad más pausada logra defenderse. A duras penas hay alguien que consigue articular una expresión de terror en su rostro instantes antes de caer en las fauces de aquella harpía con tendencias caníbales.

 Paralizado por el miedo, Marco observa ese holocausto inconcebible que no para de dejar borbotones rojos flotando a su alrededor talmente como si no les afectara la gravedad.

 En un momento dado, la asesina se acerca a él con gran rapidez, llegando a rozar la peculiar nariz del niño con la suya propia.

 Él sigue inmóvil, pero, esta vez, juraría que es el poder de ese ser el que lo mantiene petrificado al tiempo que le dedica susurros reverberados sin siquiera mover los labios:

Sigue el camino de la sangreeeeeeeeeeeeee.

 Marco despierta por medio de un gran sobresalto. Se encuentra escondido en el granero de un vecino. El sol de la mañana se cuela entre los tablones para dar los buenos días a ese muchacho asustado y falto de oxígeno.

CAMPANADAS  DE  LUTO


-sábado 27 noviembre-


 Se cumple el quinto día desde que algunos de los hombres más valientes del reino se adentraran en el Bosque del Olvido para dar caza a la bruja que, supuestamente, ha traído la muerte a Nafles.

 Ni siquiera los familiares más optimistas conservan esperanzas de volver a ver a los miembros de tan heroica expedición, pues ni uno solo de ellos ha dado señales de vida desde entonces.

 El mito de la Bruja del Bosque se ha hecho real incluso para los escépticos que habían negado su existencia, tajantemente, desde las fechas en las que el rumor se propagó tanto fuera como dentro de las murallas de la ciudad.

 Los poderes letales que se le atribuyen a esa oscura hechicera se han magnificado hasta tal punto que ya nadie se plantea el aventurarse en su feudo agreste, ni siquiera para recuperar los cuerpos de esos valerosos soldados, padres, hermanos, hijos…

 La gente se ha encerrado en sus casas por miedo a contagiarse, y solo los médicos y los curas están autorizados a deambular por las calles para ocuparse de los moribundos, de los cadáveres y de las almas de quienes todavía respiran.

 En la noche de este último sábado de noviembre, la niebla se ha instaurado en las calles de la ciudad talmente como si el clima gris que ha reinado desde mediados de mes quisiera hacerse partícipe de tan lúgubres circunstancias.

 Las campanas de la iglesia suenan como única deferencia hacia quienes han perdido la vida recientemente, sea a manos de la bruja o por los efectos de la peste negra. Ese solemne sonido se cuela, durante horas, entre unos edificios construidos con piedras desiguales, y sobre unos adoquines que solo cubren las avenidas más céntricas del núcleo urbano.

 Lejos de ahí, en los campos, el estado de ánimo no es distinto. Muchos son los huérfanos resultantes de la batida del martes. Entre ellos, Pablo e Isolda, quienes acaban de perder también a su madre a raíz de una enfermedad que no deja títere con cabeza.

PABLO: Agradece que la tía Juana nos acoja. Ahora seré el hombre de la casa.

ISOLDA: Papá puede que aún viva. Volverá. Estoy segura.

PABLO: Nadie ha regresado del bosque, y nadie irá a buscarlos. Asúmelo.

 Las lágrimas de la niña se derraman por sus mejillas rosadas mientras abre el fardo que contiene todo su equipaje en el suelo de la que, a partir de ahora, será la habitación que comparta con su hermano mayor, en casa de la hermana de Alfonso.

-¿Por qué nos pasa esto, Pablo?- pregunta ella entre sollozos.

-Creo que la bruja se enfadó por lo de Frida, y por lo de Ofelia- responde él apoyado en la madera que conforma la pared -Padre participo de aquello y…-

CAMINO  DE  SANGRE


-domingo  28  noviembre-


 Una noche, antes de acostarse, Ofelia le contó a su amado hijo que el domingo era el día del sol, al igual que su siguiente se relacionaba con la luna.

“Quizás sea por eso que esta tarde ha sido tan radiante”

 Marco recuerda a su madre, con lágrimas de nostalgia mientras vaga desorientado por el Bosque del Olvido en busca de una nueva señal; una pista como la que recibió en las primeras horas de la madrugada del miércoles, al finalizar sus ruegos, o, más recientemente, durante su pesadilla del viernes.

“Esta selva es inmensa. Jamás encontraré el camino de la sangre”

 El niño tiene muy presente el terrorífico sueño que protagonizó la Bruja Roja. Nunca había tenido una vivencia tan perturbadora, pero sus recuerdos carecen de ningún punto de referencia.

“Todos los árboles me parecen iguales. Si, por lo menos, hubiera un río…”

 Hoy es el tercer día en el que Marco se adentra en el bosque para explorarlo sobreponiéndose a sus propios miedos. Ni siquiera tiene claro que es lo que busca, pero persiste.

“No supe qué hacer cuando escuché el nombre de Medea, y puede que aún no acierte a interpretar mi mal sueño, pero pienso seguir adelante”

 Sobre el sonido del canto de los pájaros, suenan las protestas de la tripa de aquel pequeño hambriento.

“Debería haberle robado otro pollo a doña Juana. Si no como algo pronto, puede que termine por desmayarme”

 Le errática supervivencia de ese mozalbete defectuoso ha pasado a ser del todo clandestina, hasta el punto en el que Marco añora los tiempos en que su día a día solo tenía que ser discreto y distante respecto a los lugareños.

 Todavía no tiene noticias de su madre, pero está al tanto de la desaparición de buena parte de los vecinos del poblado, pues ha escuchado alguna que otra conversación referente a ello.

“Soñé con la batida antes de saber de ella. ¿Cómo podría haberlo hecho sin la intervención de Medea? Si la bruja es tal y como aparecía en mi pesadilla, más me valdría no acercarme a ella, pero ¿qué será de mí ahí afuera?”

 Marco sabe que nadie le espera en ningún lugar; que, en los tiempos que corren, cualquiera que lo encuentre verá en él a un enemigo maldito, contagioso cual leproso o, peor aún: diabólico como el hijo de un demonio.

“La bruja es la única que no me temerá, ni por infeccioso ni por infernal. Si mamá sigue viva, solo Medea tendrá el poder de liberarla”

 Un macabro hallazgo interrumpe las cavilaciones del niño. Reconoce los restos devorados de Martín entre la maleza. El panadero era de los pocos que, en contadas ocasiones, había mostrado un atisbo de piedad para con la oveja negra de la comunidad; incluso le había regalado algún desayuno.

 Sobrecogido, y con la mano en el pecho, Marco revisa el terreno para cerciorarse de que no hay ningún otro cadáver a la vista. No encuentra a nadie. Sin embargo, sí que diferencia el discreto rastro bermejo que dejó Martín a lo largo de su moribunda huida.

“EL CAMINO DE SANGRE, Tiene que ser este”

 Sin llorar demasiado a tan desdichada víctima, el crío se desentiende del cuerpo que encarnara a su vecino para seguir aquel itinerario de discretos trazos rojos.

 La renovada urgencia de sus pasos se va desgastando con el transcurrir de los minutos. La senda abrupta que está siguiendo Marco parece no tener fin, y el chaval se pregunta si realmente es posible que tanta sangre emanara de las heridas del panadero.

 Sus zapatos viejos, hechos básicamente de tela y cordel, empiezan a perder el refuerzo que protegía las suelas, y los andrajos que le visten vuelven a ser demasiado exiguos como para proporcionarle el abrigo necesario para un anochecer incipiente que promete ser tan gélido como oscuro.

“Qué hambre tengo; y qué frío. No sobreviviré una noche a la intemperie. Se me comerán las bestias si no me torno hielo”

 Ha sido incapaz de encontrar ningún fruto comestible, y ha fracasado en sus intentos de dar caza a los conejos que ha visto.

“Parecía que fuera siempre el mismo, aunque han debido ser docenas. Todos los conejos se parecen”

 Al pie de un árbol, distingue unas enormes setas de lo más apetecibles. En circunstancias normales, Marco prescindiría de ellas por miedo a envenenarse. De hecho, al inicio de aquella temeraria excursión, ya ha descartado ingerir algún que otro hongo con forma de sombrilla por no estar seguro de que fuera comestible.

“Esta vez, no tengo elección. Estoy demasiado débil. Tendría que haber regresado hace horas, pero el camino de sangre me ha hecho creer que…”

 El hambre le nubla el pensamiento, y Marco termina devorando, con entusiasmo, esas jugosas setas de exquisito sabor.

“SÍ. Algo tan bueno no puede ser malo”

 Una vez saciado su apetito, se plantea encender un fuego que le salvaguarde de una previsible congelación, pero, pronto, un repentino sofoco le inhibe de esa necesidad.

 No tarda en experimentar un sutil mareo a la vez que su visión nocturna se agudiza percibiendo solo el color rojo en todas y cada una de las hojas que pueblan los árboles del Bosque del Olvido.

“NO. Esto no era así hace un momento. Tengo que vomitar, tengo que…”

 El niño, embriagado, tarda en acertar a la hora de meterse los dedos en la garganta, y no logra regurgitar su cena silvestre. Se siente anestesiado y acaba desplomándose sobre un manto de hojas secas que amortiguan su caída.

LA  FIEBRE


-lunes  29  noviembre-


Los rizos rubios de Isolda

El doloroso impacto de una pedrada en la cabeza

Las carantoñas matutinas de mamá

El hambre y el frío

La música de la flauta de papá

La soledad del exilio

El calor del sol hibernal sobre la piel

El cansancio y las llagas en las manos

El olor de un pollo bien asado

Las lágrimas de una incierta viuda

Un baño veraniego en el río

La aguda picadura de un escorpión

 Una interminable serie de recuerdos desordenados se suceden en la mente de Marco, sin ton ni son, durante su beodo letargo. Cuando más cerca está de recuperar la conciencia, más recientes son sus fugaces destellos de memoria:

Lobos olfateando su cuerpo semiinconsciente

Una inédita ingravidez que le transporta por los aires

Un placentero baño de agua caliente

El calor de una chimenea crepitante

El sabor de un extraño jarabe

Una voz femenina de mística reverberación

 AGUA  Y  FUEGO


-martes  30  noviembre-


Marco despierta entre sedosas sábanas y cojines acolchados. Se siente muy descansado, talmente como si hubiera dormido varios días enteros. No obstante, una nueva preocupación le pone en alerta al poco de abrir los ojos:

“ESTOY CIEGO. NO VEO NADA”

 El niño da un par de palmadas para asegurarse de que, por lo menos, conserva su fino oído. Seguidamente, aún bajo los efectos de una angustiosa zozobra, deja la comodidad del colchón que le sustentaba para pisar un suelo de madera sin fisuras. Tras dar unos pocos pasos descalzos, a tientas, consigue palpar los listones que dan forma a la primera de las paredes que delimitan la estancia.

“¿Dónde estoy? ¿Cómo he llegado aquí?”

 Desplazándose lateralmente, sin dejar de peinar el muro con la yema de todos sus dedos, termina dando con una puerta. Encuentra el pomo y lo articula de inmediato para comprobar que no está prisionero. Lo que aparece al otro lado le quita el aliento obligándole a retroceder casi dos metros. Ni siquiera tiene tiempo de alegrarse por conservar la vista.

 Aún cobijado por la más tupida oscuridad, recibe una luminosa visión que hiere sus pupilas dilatadas. Se trata del reflejo de un espejo que copa el umbral, y que le muestra a un Marco apuesto, proporcionado y totalmente erguido, que le devuelve la mirada y que imita sus gestos. Su otro yo habita bajo el fulgor de un día radiante, sobre el césped, cerca de unos altos árboles que mecen sus ramas al compás de una cálida brisa estival.

-Marco, hijo- dice un hombre familiar que aparece detrás de él -Ayúdame con esto-

“Papá”

-Ya voy- responde el niño marchándose a la vez que rompe esa sincronía cristalina.

“Puedo hablar”

 Ofelia aparece a lo lejos, completando una entrañable estampa familiar que deja muy tocado al chico. Con lágrimas en los ojos, aquel tullido melancólico se acerca a la luz con la esperanza de poder adentrarse en tan idílica realidad, pero, nada más tocar el vidrio, este se rompe en mil pedazos que se precipitan a sus pies devolviéndolo al negro más opaco.

 Lejos de entender lo que acaba de ocurrir, Marco logra vencer su quietud, entre sollozos afectados, en busca de una segunda puerta que le permita abandonar ese cuarto tan oscuro.

 No tarda en detectar un nuevo pomo que le abre una ventana a otra época. Tras ella, distingue al mismo protagonista homólogo a él, pero, esta vez, su ego alternativo tiene unos años más. Aquel joven bien plantado es el galán de una boda de ensueño con una hermosa muchacha que le resulta conocida.

“Esos rizos… … ES ISOLDA”

 Esta vez, el cristal se quiebra antes de que Marco se plantee, siquiera, la idea de aproximarse y participar, en modo alguno, de ese multitudinario júbilo amoroso y festivo.

 Con la cara empapada, y completamente derrotado por el segundo vistazo a una quimérica dimensión del todo inalcanzable, el niño saca más de una conclusión precipitada:

“Estoy muerto. Tiene que ser eso. Morí en el Bosque del Olvido, y ahora me encuentro en una especie de limbo”

 Un tanto desquiciado y aún a oscuras, Marco localiza una nueva puerta, convencido de que, al otro lado, vislumbrará cómo sería su edad adulta de no haber nacido con severas malformaciones  y con la incapacidad de pronunciar palabra alguna. Sin embargo, esta vez no ocurre nada extraño.

 Ante él se abre un largo y estrecho pasillo sin ventanas, tenuemente iluminado por unas velas que se dispersan, periódicamente, formando una línea recta a uno de los laterales, sobre la cabeza de aquel muchacho desorientado.

 Marco echa un vistazo a la habitación que deja atrás. Sigue teñida por el mismo negro riguroso; una oscuridad inmune a la luz de las velas que le señalan el camino.

“¿Qué ropa llevo? ¿Cuándo…? ¿Cómo…?”

 Una túnica de impoluta blancura y ancho cuello redondo viste su cuerpo deforme. Una de las mangas le va grande: la de su brazo más chaparro. La otra, en cambio, le queda incluso un poco corta.

“Pero ¿qué sitio es este? ¿Acaso estoy en el feudo de Medea?”

Mientras avanza cautelosamente, Marco percibe una lejana melodía cada vez más reconocible; una nana que le cantaba su madre cuando él era más pequeño. Se estremece en cuanto cree identificar la voz de Ofelia tarareando aquella canción sin letra.

 Finalmente, tras bajar algunos escalones de piedra, pisa un rellano anegado con agua caliente. Tras doblar una esquina mineral, vislumbra una amplia sala inundada y repleta de vapor.

 El niño llevaba semanas sin sacarse el frío de los huesos, no en vano, el presente noviembre ha sido el más gélido en décadas. Quizás sea por ello que, a la vez que inquietante, esa peculiar edificación le resulta tan acogedora.

 Está asustado, pero ya no se considera dueño de su destino, y no confía en que una huida pueda mejorar su delicada situación.

“No tengo nada que perder. Solo sé que hubiera muerto congelado en el bosque, y que nada más que la muerte me espera ahí a fuera; eso si todavía no he viajado al otro mundo”

 Sin demasiados reparos, se sumerge y sigue adelante mojándose hasta las costillas. Ha perdido la ventaja que le proporcionaba una perspectiva más elevada, y, ahora, sus ojos solo le permiten ver en un radio de unos dos metros escasos.

 Aquel místico canto materno vuelve a empezar su primera tonada guiando, de nuevo, a un Marco que sigue poniendo en duda que no haya pasado a mejor vida.

“Quizás mamá murió en la hoguera, y yo de frío. Puede que sea este el momento de nuestro reencuentro”

 La nana se detiene dando lugar a una risa un tanto perversa.

-Sería tan poético… Las ardientes llamas de una fogata, la nieve helada del bosque… Un reencuentro feliz en el agua caliente que apaga el fuego y derrite el hielo…-

 El niño se detiene desconcertado. La sorpresa no se distingue en su rostro desfigurado, pero su pensamiento permanece consternado:

“¿Qué es lo que acaba de ocurrir? ¿Es que alguien puede leer mi mente?”

-Alguien no, solo yo-   responde aquella sugerente voz femenina.

“¿Dónde estás? ¿No puedo verte?”

-Sigue buscandoooooooooooo-

 Los susurros de la bruja se tornan juguetones a la vez que se dispersan por aquel húmedo recinto vaporoso.

 Marco deambula pisando un pétreo suelo despejado. En las paredes, cerca del techo, arden una docena de velas. No hay ventanas y la única salida posible es, en apariencia, la escalera por la que ha llegado el crío.

¿Vas a comerme? ¿Como te comiste a los soldados y a los campesinos?

-Ja, ja, jah. Yo solo les hinqué el diente. Fueron mis lobos los que los devoraron-

 Marco divisa, al fin, la figura de una mujer dándole la espalda. Como él, lleva un atuendo blanco, aunque el suyo es mucho más breve y fino, y solo unos estrechos tirantes lo sostienen desde los hombros, dejándole el lomo descubierto.

 Temeroso de acercarse demasiado, el niño da un lento rodeo que debería de permitirle vislumbrar el rostro oculto de una hembra monstruosa de largos colmillos y afilados incisivos. No obstante, una mínima rotación le permite, a la anfitriona, prolongar su anonimato.

“¿Eres Medea? ¿Me guiaste a través de mis sueños?”

-Solo tú conoces mi nombre- responde ella aún sin establecer contacto visual -Eres el único que ha visto mi forma más feroz y sigue con vida para contarlo-

“Entonces… ¿no he muerto? Si no estoy en el más allá, ¿cómo puedo haber visto lo que he visto en el cuarto oscuro?”

-En mis dominios ocurren muchas cosas que nunca entenderás-

 A Marco le resulta fácil creer en las palabras de la bruja, pues el simple hecho de poder comunicarse con ella mediante su mudo pensamiento le resulta incomprensible.

“¿Por qué has traído la muerte a Nafles? ¿Sigues las órdenes del maligno?”

-Tengo más de dos mil años, y, en todo este tiempo, jamás he obedecido a nadie; y no, no tengo nada que ver con la peste negra-

“¿Qué pasó con Frida? ¿y… con mi madre?”

-Te hablaré de ellas antes de que te vayas, pero todavía no ha llegado el momento-

“Necesito que ayudes a mamá. Se encuentra en un grave peligro”

-Sshhhh… … no pienses en eso, ahora. Nada bueno saldrá de tus prisas-

 A lo largo de aquella inquietante charla colmada de vapores, Marco ha desistido en su empeño de encarar a Medea, pero continua sin resignarse a no conocer su rostro.

 El niño no puede evitar formular determinadas reflexiones  que no estaban destinadas a ser escuchadas por la Bruja Roja.

“Esta voz tan bonita no puede ser la de un monstruo dentudo. Claro que, en el sueño, me hablaba sin mover los labios”

 Atenta a esas lúcidas cavilaciones, Medea se anima a mostrar su más verdadera apariencia y se voltea, lentamente, para revelar unos preciosos rasgos de matices exóticos.

 Marco queda deslumbrado por semejante belleza, pero lo que de verdad le quita el aliento es el enorme tamaño de unas tetas del todo inconcebibles. Consciente de lo indecorosas que son sus conmocionadas ideas, y de lo transparentes que le resultan a esa hermosa joven inhumana, el chico intenta domar su mirada lasciva enfocándola, urgentemente, hacia una de las paredes.

-No te escondas. Estás lejos de la falsa moral y de las normas erróneas de la gente. Aquí puedes ser tú mismo sin miedo a represalias ni censura alguna-

“Ya, pero mis vecinos…”

-Piensa que los que te exigían que te avergonzaras, te tiraban piedras y te escupían son los mismos que intentaron darme caza, hace unos días, para quemarme viva. Tú y yo estamos en el mismo lado: perseguidos, incomprendidos, condenados…-

“Por eso acudí a ti; porque ellos planeaban ejecutarme junto con mi madre”

 Libre, ya, de la intimidante mirada de la hechicera, Marco vuelve a fijarse en ella entre contundentes palpitaciones. Creyó que los rumores eran fruto de la exageración, cuando los escuchó, pero ahora se da cuenta de que aquellas palabras ni siquiera hacían justicia a esa diva.

-Ya has sufrido bastante castigo por no ser como otros creen que deberías ser. Yo veo más allá de tu aspecto, puedo escuchar más allá de tu silencio… Estoy por encima del bien y del mal. No soy una buena persona. Ni soy buena ni soy persona-

 Mientras habla, Medea camina lentamente rotando sobre sí misma, con semblante distraído, a la vez que peina la superficie del agua con ambas manos. En su caso, su ombligo logra asomarse  haciéndose visible gracias a la mojada transparencia de un camisón que parece de otro tiempo, y que no hace honor al apodo de la Bruja Roja.

“Pero tú me has guiado hasta aquí. Me rescataste, me curaste…”

-Escuché los ruegos de tu ritual chapucero. Percibí tu realidad y no me costó simpatizar contigo. Al decirte mi nombre, establecí un vínculo oculto que solo toma forma en tus sueños. Pero no te equivoques. No pretendo hacerte justicia. Solo actuó por capricho. Si me cansas y me entra hambre, es probable que te conviertas en mi próxima cena-

 Marco sonríe, nerviosamente, aunque no tarda en darse cuenta de que su enigmática interlocutora no está bromeando.

-No te asustes. No suelo comerme a mis juguetes. Además, contigo a penas me daría para un aperitivo. Quizás te cebe para preparar un buen banquete cuando engordes-

 Aquel inocente chiquillo se empeña en captar indicios humorísticos en las temibles tentativas que le expresa esa criatura sobrenatural, pero su poca práctica con el trato humano se junta con la radical extravagancia de su acompañante femenina dejándolo completamente fuera de juego.

-Pero, hasta que eso no ocurra, podrás gozar de mis cuidados y experimentar placeres que no están al alcance de ningún otro habitante de este mundo-

“¿Placeres? ¿A qué te refieres?”

-Soy una bruja muy poderosa- afirma con un guiño sonriente -Pídeme lo que quieras-

 Marco reflexiona con la mirada perdida por unos segundos. No olvida el motivo que le ha llevado hasta el punto más recóndito del Bosque del Olvido.

“Quiero volver a ver a mi madre. Deseo más que nada reunirme con ella”

 Medea guarda silencio al tiempo que, con media sonrisa, eleva la mirada de un modo que delata su lance imaginativo. Acto seguido, se sumerge provocando un sutil oleaje burbujeante como preludio a un suspense silencioso.

 Marco intenta vislumbrar a su anfitriona, pero el vaho no se lo pone fácil. Cuando ya empieza a preocuparse, del agua emerge la inconfundible figura de Ofelia, falta de oxígeno, aunque sonriente.

“!MAMÁ!”

-!Pequeño!- exclama la mujer mientras se funden en un abrazo.

 El niño llora de emoción incapaz de razonar. Todo se torna extraño y un tanto incómodo en cuanto aquellos besos maternos encuentran los labios leporinos de Marco pervirtiéndose obscenamente. Es entonces, en el momento en el que el hijo nota la lengua de su madre dentro de la boca, que algo se rompe en su vapuleada psique infantil obligándole a tomar distancia con gran urgencia.

“NO. Tú no eres mi madre!”

 La supuesta Ofelia se hunde de nuevo entre risas traviesas con tintes de maldad. A los pocos segundos, regresa Medea conservando una expresión idéntica en su rostro.

“Me has engañado. ¿Cómo has podido?”

-No te he mentido. Te he dicho que soy una bruja muy poderosa y que me pidieras lo que más quisieras; no que cumpliría tus deseos a rajatabla-

“¿A rajatabla? !Te has convertido en ella!”

-Ya sabías que puedo adoptar distintas formas. Me viste en el bosque. También puedo ser Isolda, si es lo que deseas-

 La última frase de Medea emula el tono agudo de la joven vecina de Marco al tiempo que su largo pelo mojado se ondula y se tiñe de rubio. La transformación no llega a consumarse, pues el chico no está muy receptivo a la propuesta que se le está brindando, y niega con la cabeza. Su frágil sensibilidad sigue convulsionada por el altibajo de aquel reencuentro ficticio. Dicho tormento no pasa inadvertido para la bruja, quien decide intervenir para finiquitar el asunto.

-Tu madre murió, Marco. La quemaron en la hoguera hace cinco días. Te dedicó sus últimos pensamientos. Te quería mucho, pero no volverás a verla-

 De algún modo, el niño sabe que Medea dice la verdad. Sus contenidas lágrimas de emoción se transforman en cascadas faciales de desesperación que se derraman sobre el agua vaporosa que cubre la mayor parte de su cuerpo.

-Despídete de ella con tus más amorosos recuerdos- le ordena mientras se le acerca.

“¿Qué? ¿Por qué me pides esto?”

-Hazme caso y no preguntes- insiste al tiempo que posa las manos sobre su cabeza.

 Marco apenas logra ver nada a través de sus ojos inundados. Se recrea en su añoranza hasta que esta se vuelve insoportable. De pronto, su pena se esfuma por completo, por arte de magia, dejándole solo el rastro de un alivio indescriptible.

“¿Qué es lo que ha pasado? No lo entiendo”

-He acabado con tu dolor. Tu amor era bonito, pero ya solo te podía traer sufrimiento-

“¿Cómo?… … ¿mamá?”

 El chico se siente ligero como una pluma. No se lo explica, pero la muerte de su madre ya no le importa más que la del pollo que sacrificó, el pasado domingo, para saciar su imperativa hambre matutina. Tampoco le pesa la ausencia más pretérita de su padre; ni siquiera le preocupa el perpetuo desprecio de sus vecinos.

-No me gustan los juguetes rotos. No son divertidos. Lo que ha ocurrido en el cuarto oscuro me ha servido para conocerte a fondo; para saber cuáles eran tus pesares más arraigados. Ahora ya no los tienes. Te he arreglado para poder jugar contigo. Solo te he librado de tus penas, nada más-

 Medea vuelve a zambullirse alejándose del niño con una expresión risueña pintada en la cara. Ha desaparecido en el vapor y tarda unos instantes en dar señales de vida. Finalmente, reaparece con el torso completamente desnudo, exhibiendo unas tetas mojadas propias de otro mundo.

 Los ojos de Marco se abren como platos de diferentes tamaños. Sin embargo, su avistamiento es fugaz, ya que pronto pierden la pista de tan voluptuosa bruja en cuanto esta se sumerge de nuevo.

 El chico se voltea, una y otra vez, para interpretar su infructífera búsqueda, pero ni siquiera consigue verla cuando nota cómo las manos de su mística sanadora le suben la túnica desde atrás.

-Levanta los brazos, pequeño. Ya no necesitarás esto-

 Los sugestivos susurros de Medea vuelven a meterse en la cabeza de su invitado talmente como si respondieran a la telepatía más que no a una pronuncia sonora.

 Marco colabora al tiempo que combate su vergüenza nudista apelando a la extraordinaria percepción de un ser completamente ajeno a las preferencias humanas.

-No temas. No me gustarías tanto si fueras un apuesto caballero de pelo rubio-

 Pese a su fervorosa calentura preadolescente, las erecciones de Marco son laboriosas debido a la enfermedad que padece. Su macrofalosomía implica un gran dispendio de flujo sanguíneo en cada empalme, pues no resulta fácil levantar semejante pollón.

 La disciplina mental del niño no le inhibe de un ligero espasmo cuando nota cómo unos intrusos dactilares subacuáticos se apoderan de su grueso atributo; un miembro cada vez más viril.

-Como te descuides, acabarás arrastrando la verga por el suelo cuando camines-

 Marco sonríe con cierto orgullo. Sabe que los tipos superdotados suelen presumir de su hombría, y está al tanto de cuanta envidia suscitan en sus prójimos. No obstante, siempre había temido que su rabo ecuestre fuera demasiado grande para una amante de su misma especie.

 Medea reaparece frente al crío, muy cerca de él, haciendo patente la notable asimetría de sus distintas estaturas.

 Él conecta con la mirada de ella con ojos de cordero degollado, pero no tarda en desviar su atención hacia esos enormes pechos relucientes que tan cerca quedan de su rostro. No osa tomar la iniciativa, pero, en el instante en que la bruja le pone las manos en aquellos hombros descompensados, Marco encuentra el aplomo que le faltaba para amorrarse al primero de esos dos apetitosos cántaros de ensueño.

 Movido por un instinto con reminiscencias infantiles, chupa ese rugoso pezón con famélico entusiasmo. Su sorpresa es mayúscula al sentir cómo la leche de aquella fuente mamaria se derrama en su boca deleitando sus papilas.

-Bebe, pequeño. Llevas más de un día sin tomar nada-

 El cariñoso abrazo de la joven vuelve a tener connotaciones maternas, talmente como el que le ha dado cuando aún conservaba la forma de Ofelia, pero las sensaciones que embargan al muchacho, ahora mismo, son bien diferentes.

“No sé si es de día o es de noche. ¿Cuánto tiempo he dormido?”

-Dormiste todo el día, ayer, afectado por las propiedades de las setas. Ahora es de día en todo el reino, pero no en mis dominios. Aquí siempre es de noche, por eso jamás nadie encontrará este sitio; porque siempre me buscan a plena luz-

 El pezón de Medea sigue rezumando cuando Marco se desentiende de él para sorber a su gemelo goteante.

 Aquel comilón gozoso sigue empleando ambas manos para amasar las gloriosas ubres de esa musa infernal con una presión apasionada que lastimaría a cualquier mujer común.

 Si bien es cierto que la bruja no ha manipulado la libido del niño durante su purga emocional, el carácter afrodisíaco de su leche es inherente a ella y sus efectos son fulminantes. En consecuencia, la lujuria desatada de Marco se acompaña con una erección completa que sorprende, incluso, a ese ser curado de espantos.

 Medea se apodera de ella, con ambas manos, a la vez que susurra una jocosa ocurrencia:

-Más que una varita mágica, lo tuyo es un barrote embrujado-

 A Marco le parece inconcebible aquella despiadada asesina, que terminó con la vida de docenas de hombres en un abrir y cerrar de ojos, utilice un sentido del humor tan humano.

 Saciado del néctar lácteo de su nueva amiga, el crío toma una mínima distancia para poder ver, con mejor óptica, esas tremendas tetas que tanto nublan su mente; unos desmedidos pechos turgentes que siguen fluctuando entre las manos desiguales de aquel precoz amante desfigurado.

 Una vez más, Medea se hunde bajo la superficie acuática de sus propias aguas termales. Su largo pelo flotante se deja entrever entre el vapor y el reflejo de las velas.

 Inesperadamente, Marco nota cómo su portentoso miembro es succionado con una intensidad creciente. Las sensaciones que le embargan son completamente novedosas para él, y escapan del todo a su entendimiento.

 No en vano, sus paupérrimos conocimientos acerca del sexo se basan, solo, en la observación de los animales y en las vagas explicaciones que le dio su madre, en un par de ocasiones, visiblemente incómoda.

“¿Esto también lo harán las chicas del pueblo? ¿O es una práctica exclusiva de las brujas?”

 El chiquillo pierde el hilo de sus pensamientos embriagado por un intenso gozo sin precedentes. A sus doce años, jamás ha llegado a correrse, y desconoce por completo la capacidad de los hombres para eyacular.

“NO ES POSIBLE. !Se la está tragando entera! Espero que no tome su forma bestial. Si lo hace, puede que me la arranque de un solo mordisco”

 Pese a perder la noción del tiempo, en gran medida, a Marco le asombra la capacidad de su maligna amante para contener la respiración.

 Justo cuando el disfrute del chico empieza a tornarse insostenible, Medea vuelve a desprenderse de él. La nueva desaparición de aquella diabólica concubina sume a ese tullido ingenuo en una gran ansiedad.

“NO. ¿Dónde estás? No me dejes”

 La bruja no responde verbalmente, pero hace asomar sus nutridas carnes, cual sirena, entre las aguas cercanas a su joven invitado un instante antes de volverse a zambullir.

-Ven. Acércate- escucha Marco tras un tupido velo de vapor.

 El niño avanza hacia el fondo de la sala orientándose, solo, de manera acústica en busca de tan peculiar hechicera. Para su sorpresa, alcanza a ver la última pared sin advertir, aún, la esperada presencia de Medea.

“¿Qué es esto? Aquí hay unos escalones”

-Siéntate- escucha a su espalda -Ponte cómodo-

 Marco obedece la amable directriz de su anfitriona prófuga, y toma asiento en un gran peldaño sumergido que le permite reclinar su torso en un respaldo ergonómico que se aleja de la verticalidad y de los ángulos rectos.

“¿Y esta piedra? Es como si estuviera hecha a mi medida”

 Se trata de una bancada rocosa que parece haber sido pulida y erosionada durante siglos por el oleaje del agua marina. 

“¿Quién y cómo habrá construido este sitio?”

 La nueva aparición de Medea desintegra los curiosos interrogantes de un Marco a quien ha dejado de pesarle el pasado y que ya no teme al futuro. El niño está centrado en el presente, sabiéndose liberado de cualquiera de los perjuicios que siempre le habían coartado.

-Eres muy joven, pequeño. Hay tantas cosas que desconoces…-

“Enséñame. Lo aprenderé todo de ti”

-Después de estar conmigo, todo lo demás te sabrá a poco- afirma mientras se acerca -¿Estás seguro de que quieres continuar con esto?-

 Marco asiente con vehemencia al tiempo que la Bruja Roja se encarama encima de sus raquíticos muslos, atenta al colosal manubrio tumefacto que emerge entre los dos protagonistas; un kilométrico tronco fálico que supera el nivel del agua por más de un palmo de los de la mano más grande del crío.

 Medea se incorpora fugazmente para someter la dura erección de su nuevo juguete favorito, acomodándola entre sus nalgas a medida que vuelve a sumergirse hasta el ombligo. Sin dejar de contonearse sutilmente, percibe otra conmoción en la candorosa psique del chico.

-Ja, ja, jah. ¿Nunca habías visto un coño?-

“Jamás uno sin pelos”

-Es que yo no tengo vello. ¿Te has fijado?-

 La hechicera levanta los brazos, a la vez que inclina la cabeza, mostrando unas lindas axilas impolutas, y, acto seguido, se acaricia el cuerpo, lenta y sinuosamente, para certificar su última afirmación.

 Su melena empapada se le pega a la piel dibujando un bello desorden que apenas interfiere en la suavidad cutánea de unas enormes tetas del todo inconcebibles para su mayor beneficiario.

 Al tiempo que las sostiene, de nuevo, con ambas manos, Marco no puede evitar poner en tela de juicio la veracidad de semejantes atributos mamarios.

-¿Qué es auténtico?- pregunta ella a raíz de su perspicaz percepción telepática -¿Lo que puedes ver? ¿Lo que puedes tocar? ¿Lo que puedes saborear?-

“Quizás mi idea se refería a la permanencia”

-Las mujeres terrenales también cambian, pero lo hacen con el paso de los años y las décadas. La diferencia es que mis transformaciones son a voluntad, y se suceden en pocos instantes. ¿No es genuino tu pollón solo porque, hace unos minutos, no tenía ni la mitad del tamaño que tiene ahora?-

 La lógica de los argumentos de Medea vuelve a ser aplastante, y ningunea las dudas que asaltaban a ese imberbe tullido hasta hacerlas desaparecer por completo.

-Sabe más la bruja por vieja que por bruja-

“!Dos mil años!”

-Dos mil cuatrocientos dieciséis-

“Tus últimas cifras son engañosas. Sugieren que eres apenas una chiquilla”

-Lo soy en algunos aspectos. Es viejo quien piensa más en el pasado que en el futuro. He vivido mucho, pero me queda mucho más por vivir; milenios, edades, eras…-

 Incapaz de atender al ventajoso discurso de esa despampanante anciana antediluviana, Marco sigue apretándole los pechos, el uno contra el otro, provocando el goteo de unos generosos pezones de discreta tonalidad, pero de gran diámetro.

-¿Me la vas a meter, pequeño?- pregunta ella entre susurros besucones a bocajarro.

 El niño asiente a la espera de que Medea adopte una pose canina para que él pueda emular los fornicios animales que ha presenciado en la naturaleza. No obstante, y pese a su tendencioso interrogante, es la bruja quien se ocupa de maniobrar debajo del agua para propiciar la tan anhelada penetración.

-O0oh… … Síiìiíh… … Qué cosa tan enormeeeh- exclama ella mientras lo acoge.

 Aquellos sugerentes y teatralizados gemidos de voz gruesa le resultan tan eróticos, a Marco, como la extrema belleza de su musa, sus gloriosas tetas o ese profundo ingreso fálico.

“SÍ. Toda dentro. Medea no tiene fondo”

 Jamás creyó que podría ensartar a ninguna fémina con la totalidad de su miembro descomunal, tanto por la fealdad de su persona como por el monstruoso tamaño de su bálano. Quizás sea por eso, en parte, que se siente tan pletórico en estos precisos instantes, notándose muy dentro de la mujer más bella que ha visto el reino de Nafles.

-0oOh… … Mmmh… … Note imaginas cómo me gusta… … Síiíh-

 Medea se ahorra las explicaciones, por el momento, pero lo cierto es que no está disfrutando solo como cualquier hembra humana lo haría junto al galán elegido. Sus poderes telepáticos le permiten sintonizar con el gozo de Marco igual que antes lo ha hecho con la tristeza al que le abocaban los dramas familiares del niño.

 Los gemidos de la Bruja Roja van ganando en vehemencia y emotividad a medida que su tono se vuelve más agudo. El ritmo de esa cabalgada acuática se acelera, obscenamente, provocando un sinfín de salpicaduras y oleajes.

 Marco ha soltado, por fin, los opulentos pechos de su amante para dejarlos a la deriva; sacudidos y vapuleados por una fervorosa cinética concupiscente de difíciles calificativos. Con sus manos en los nutridos muslos de Medea, el crío asiste a aquel tremendo espectáculo en su pétrea butaca de primera fila.

“QUÉ BIEEEN. ¿Qué es lo que me pasa? ¿Esto es magia? ¿Estoy hechizado?”

 El vacío que le ha dejado su reciente depuración emocional, la insólita facultad de comunicarse con palabras pese a ser mudo, la comprensión y la aceptación que le brinda esa diva perfecta, aquel despertar sexual colmado de excitantes misterios…

 La tierna sensibilidad de Marco sucumbe a un enamoramiento arrollador que le embriaga a la vez que destierra todos y cada uno de los complejos y de las carencias afectivas que le han atormentado a lo largo de toda su solitaria vida de apestado.

 Ahora, más que nunca, quisiera tener voz para acompañar a los sonoros gemidos desatados de su entusiasmada sanadora.

-O0oh… … Mmmh… … Síiìiíh… … hhh… … Qué grandeeres, pequeño-

 El fuego de las velas entra en simbiosis con la lujuria creciente de Medea, y aviva sus llamas hasta que estas terminan por incendiar el techo de madera. Sin embargo, la humedad del vapor parece contener el incendio para que no vaya a más.

 Marco se ha asustado, en primera instancia, pero pronto recuerda dónde se encuentra y con quién está, y se despreocupa por completo para seguir disfrutando de aquella apoteósica cópula repleta de místicas connotaciones.

 Cada vez más desinhibido, el chico le agarra las nalgas a la bruja con serias dificultades para contener esas golosas redondeces tan inquietas. Si bien el agua cubría el regazo de Marco, hace unos instantes, los efusivos embates de aquella apasionada nigromántica han provocado que dicho hundimiento sea solo intermitente.

 Gracias a su aventajada colocación superior, la figura mojada de Medea goza de total libertad de movimientos y no deja de ondularse como si de una serpiente en celo se tratara.

 Su piel se ve más tostada de lo habitual a la luz del fuego que sigue ardiendo sobre sus cabezas, pero, aun así, aquella refinada palidez propia de las castas más altas de la nobleza no termina de oscurecer su tono glamuroso.

 El vapor se ha ido extinguiendo, poco a poco, y ahora es más visible una superficie acuática que se tiñe de rojo y de amarillo a la vez que ejerce de espejo horizontal.

“QUÉ FELICIDAD. Nunca me había sentido tan bien”

 Marco disfruta como un loco de todo lo que percibe su esmirriado cuerpo deforme: el peso rebotado de la Bruja del Bosque sobre su regazo, el roce de su suave piel empapada, el contacto de aquellos puntiagudos dedos de uñas rojas sobre sus pezones, el espectacular zarandeo de esas tetas inverosímiles, la sensualidad desatada que rezuman los gemidos de Medea…

 Cuanto más se deleita el niño, mayor es el gusto que experimenta una hechicera que, gracias a aquella profunda conexión mental, siente que se está follando a sí misma.

 En sus dos mil cuatrocientos dieciséis años de existencia, jamás se había notado tan bien rellenada; y es que, pese a que siempre ha usado su exuberante belleza para embrujar a los hombres, son muy pocos los que han conseguido el premio gordo, y ninguno de ellos padecía una malformación comparable a la que engrandece la virilidad de aquel lisiado preadolescente.

-Síiiih… … Marco0o… … hhh… … Así… … Asíiih… … Muy bieeen-

“0*!·#¬^º>=]”

 La impresionable sensibilidad de ese huérfano bisoño se desborda, y la cordura del niño hace aguas por todas partes. A lomos de un vertiginoso estremecimiento, Marco se corre atropellado por unas sensaciones completamente nuevas para él.

 Se trata de una detonación en cadena, pues, espoleada por semejante apogeo, Medea alcanza su propio clímax doble; un orgasmo legendario que trascenderá milenios, edades y eras en la longeva memoria de la Bruja Roja.

 Su lujuria saciada se traduce en el sofoco de las llamas que incendiaban el techo a la vez que iluminaban la sala. En cuestión de unos instantes fugaces, el escenario de tan surrealista desenfreno carnal queda completamente a oscuras.

 Marco ni siquiera se da cuenta, pues ha perdido el sentido, de nuevo, arropado por el más placentero de los desahogos.

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